Regreso con Matisse a Colliure
¿Cómo regresar a las playas y tejados del rústico Colliure de hace un siglo, donde Henri Matisse concibió el fauvismo y su luminosa teoría del color, sin tropezar con la masiva carnalidad abrasada de nuestros estíos? ¿Cómo degustar la recreación de ese viaje iniciático del gran pintor francés y su colega André Derain, que se exhibe hasta el comienzo de octubre en el museo departamental de arte moderno de Céret y en el castillo real de Colliure?
Hay que empaparse, primero, de las imágenes del pueblo costero al que llegó Matisse en 1905, en cuya única fonda, junto a la estación, la propietaria miraba con desconfianza a los forasteros que no hablaban catalán. Esa primera impresión se obtiene unas decenas de kilómetros hacia adentro, en los últimos verdores del Pirineo, sólo con entrar en las salas del museo de Céret, la villa donde George Braque y Pablo Picasso concibieron el cubismo seis años más tarde.
Se puede ir a Céret por autopista, primera salida en Francia hacia la izquierda, pero este viaje quizá merezca un trayecto más gratificador. Un amable rodeo por la montaña ampurdanesa de Maçanet de Cabrenys, a cuya entrada recibe el viajero la sombra densa y alargada de una doble hilera de plátanos.
La carretera fronteriza construida por la Generalitat, inesperadamente ancha, conduce hasta el paso de Costoja, en lo alto, primera población francesa en ese Pirineo suave y humanizado, de encinas y alcornoques. Más allá del caserío y restaurante de Tapis, antiguo lugar de carboneros donde la Guardia Civil vigila el paso de vehículos con inmigrantes, el tráfico es escaso.
El descenso de la vertiente atlántica por Sant Llorenç de Cerdans sumerge al viajero entre verdores y humedades, hacia las villas termales del curso del Tec, camino de Perpinyà, hasta Céret. En las salas del pequeño y extraordinario museo departamental -que guarda una colección de cerámica taurina de Picasso-, imágenes intemporales del Colliure actual reciben al visitante, como recibirían en 1905 a los pintores Matisse y Derain.
Los perfiles pétreos del castillo real y del campanario, en permanente vigilia junto a las aguas nítidas y las playas vacías, se recortan sobre el fondo del cielo y la montaña. La rudeza de las grandes fotografías en blanco y negro del pueblo antiguo, con las barcas de vela latina alineadas en la arena, hombres faenando y mujeres zurciendo redes, acentúan el paso del tiempo y el contraste con las célebres pinturas venidas de colecciones y museos de todo el mundo.
Y continuar viaje, por fin, hasta Colliure, unos kilómetros más, para completar la visita de la exposición en el castillo y pasear junto al agua en Voramar y en el Port d'Avall. A poder ser, cuando los bañistas se retiran y los reflejos de luz sobre el agua crean una ensoñación de eternidad.
Aquel año 1905, Henri Matisse y André Derain presentaron sus telas en el Salón de Otoño -La playa roja y El secado de las velas, por ejemplo- y en París empezó a hablarse de los fauves, de la exaltación del color singularizado en esa mezcla de rojo y marrón que dio nombre al primer estilo propio del siglo XX.
"El cuadro debe poseer un poder de generación luminosa. Ese poder se revela cuando la composición, puesta a la sombra, conserva su calidad y cuando, puesta al sol, resiste su destello", escribió Matisse. Se trata de "emplear el color por su intensidad luminosa, en sus diversas combinaciones y acordes, y no para definir los objetos". Queda para el placer estético de cada viajero completar esta crónica.
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