¿Condenados a víctimas perpetuas?
En los países de Occidente, las víctimas de desgracias gozan hoy de una consideración social sin precedentes. Nunca las personas que han sufrido atrocidades a manos de sus semejantes han sido recipientes de tanto respeto, empatía, solidaridad y generosidad por parte de los ciudadanos, de los líderes sociales y de las instituciones públicas y privadas.
A través de nuestra historia, incontables hombres, mujeres y niños han sido acosados, martirizados o asesinados intencionalmente por compañeros de vida, pero hasta hace poco solían pasar desapercibidos fuera de su entorno familiar. La razón es que el uso de la fuerza bruta para solventar disputas o aplacar frustraciones era una práctica corriente y moliente. Además, para la gran mayoría de los habitantes del planeta la resignación ante los desastres constituía un mecanismo fundamental de supervivencia. La justicia y la dicha eran ilusiones póstumas. "Bienaventurados los perseguidos y los que lloran porque de ellos es el reino de los cielos", se rezaba.
Gracias a los avances de la civilización en todas sus facetas, vivir una vida razonablemente libre, segura y completa ha dejado de ser una utopía y se ha convertido en una expectativa normal y hasta en un derecho. No es de extrañar, pues, que cada día más personas se indignen ante las noticias de seres inocentes agredidos injustamente. Otro factor que ha contribuido al auge de la preocupación social por los perjudicados por la violencia fue la divulgación en la década de los ochenta del diagnóstico de estrés postraumático, verdadero emblema de los graves trastornos emocionales que afligen a personas que viven situaciones extremas de terror e indefensión. Los síntomas más frecuentes de esta dolencia incluyen la repetición incontrolable de las imágenes del ataque sufrido, la tristeza, el aislamiento social y las fobias a situaciones que puedan traer a la memoria lo sucedido. Esta alteración mental afecta principalmente a quienes padecen en sus carnes tales asaltos, pero también puede afligir a sus seres queridos y a los testigos de los sucesos.
En los últimos años se han multiplicado las asociaciones creadas por las víctimas. En Estados Unidos, por ejemplo, hay registradas unas 300 organizaciones sin ánimo de lucro muy activas, con cientos de sucursales esparcidas por todo el país, que utilizan el término víctima en su nombre oficial. Llama la atención que, en esta sociedad, la rivalidad para conseguir recursos o influencia política es tal que con frecuencia las asociaciones desvían su ira destinada al verdugo original y la dirigen en contra de agrupaciones competidoras hermanas.
A lo largo de mi vida profesional he podido constatar muchas veces la buena labor que ejercen estas organizaciones a la hora de proveer apoyo psicológico, social y material a aquellas personas abatidas por terribles desventuras. Está demostrado que cuando nos vemos obligados a afrontar los daños que ocasionan los desastres humanos, sean del tipo que sean, todos nos beneficiamos del amparo y del soporte de los demás. Las personas que se sienten parte de un grupo solidario superan la adversidad mucho mejor que quienes se encuentran solos, aislados o, aún peor, rodeados de un coro de escépticos. Que nuestros semejantes validen la realidad de la experiencia desdichada y legitimen sus efectos, nos reconforta y desde luego facilita el restablecimiento. Asimismo, la unión afectiva con otros perjudicados por la misma calamidad es provechosa porque estimula el sentimiento de universalidad. "Esta tragedia no me ha ocurrido a mí sólo", solemos pensar.
Sin restarle un ápice a los méritos y beneficios que aportan las asociaciones de víctimas, como ocurre con las mejores medicinas, con los adelantos tecnológicos más valiosos o con los movimientos sociales señeros, creo que no es prudente ignorar sus posibles efectos secundarios. Me explico.
En mi experiencia, el papel estelar y el intenso protagonismo que adquieren algunos colectivos de agraviados pueden retrasar la rehabilitación psicológica de sus miembros más vulnerables. Es comprensible que para ciertos individuos no sea fácil renunciar al poder moral y a las prebendas sociales, políticas o económicas que a veces otorga la filiación a estos grupos. Pero quienes se acogen al estado corporativo de víctima corren el peligro de desatender sus necesidades emocionales. Una situación preocupante es cuando los dolientes incorporan las ganancias secundarias a su estilo de vida cotidiano. El estatus de víctima se convierte, así, en algo por lo que vivir y en algo por lo que morir.
La solidificación y el enquistamiento del carácter de víctima suponen un pesado lastre que debilita y estanca a las personas en el ayer doloroso, manteniéndolas esclavas del miedo, del rencor y del ajuste de cuentas. La obsesión crónica con los malvados que quebrantaron sus vidas les impide cerrar la herida y pasar página. Pasar página no implica negar ni olvidar el ultraje, sino entenderlo como un golpe doloroso ineludible, de los muchos que impone la vida, lo que facilita su inclusión en la propia autobiografía como una terrible odisea, pero una odisea que fue superada.
Es un hecho que los perjudicados por sucesos traumáticos que obtienen el pasaporte de víctima temporal se recuperan mejor que aquellos que, consciente o inconscientemente, se aferran a esta nacionalidad por un tiempo ilimitado. En general, quienes pasan del estado subjetivo de víctima al de superviviente en un periodo aproximado de un año, y perciben los agravios del ayer como crueles desafíos que vencieron, retoman antes el timón del barco de su vida. Naturalmente, las personas que han sufrido agresiones y abusos continuados durante años, como las mujeres y niños maltratados, o los prisioneros de campos de concentración, necesitarán más tiempo que los afectados por una única agresión. Aun así, esta transición víctima-superviviente es saludable para todos porque disminuye la intensidad de los sentimientos de descontrol y de impotencia asociados a la experiencia traumática, lo que les permite volver a plantearse con entusiasmo nuevas metas. Además, es buena para el corazón y para el sistema inmunológico.
No cabe duda de que detrás de la proliferación de las asociaciones de víctimas yace un enorme depósito colmado de piedad, de buena fe, de solidaridad y de justas reivindicaciones. Precisamente por esto, es importante que sus líderes sean conscientes de que la identidad de víctima a perpetuidad es contraproducente porque prolonga el duelo de los afligidos y drena la energía, la motivación y la esperanza que necesitan para superar el trauma y comenzar un nuevo capítulo de su vida.
Como el recorrido impredecible que sigue la hoja al caer del árbol, el rumbo de nuestra vida a menudo se altera por infortunios inesperados que quiebran nuestro equilibrio vital y nos convierten en víctimas. En estas circunstancias, la mejor ayuda que podemos recibir es la que incluye comprensión, apoyo, respeto y estímulo para recuperar cuanto antes la capacidad de forjar, nosotros mismos, nuestro destino.
Luis Rojas Marcos es profesor de psiquiatría de la Universidad de Nueva York.
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