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La peligrosa condición de inmigrantes y jóvenes

Joan Subirats

Un joven sale de su casa, que, sin él saberlo, está vigilada por la policía. A pesar de ser verano, ha cogido una chaqueta ya que a lo que le llaman calor en Londres no tiene nada que ver con su añorado trópico. Le espera un amigo del trabajo. Un autobús y unas cuantas estaciones de metro más allá. Quizás piensa que lo que ocurrió en Londres el 7 de julio no le deja a uno ir demasiado tranquilo en tales medios de transporte. Algunos dicen que aprovechó que no le veía nadie para saltar la barra de entrada del metro y así ahorrarse un buen dinero. Lo cierto es que unos hombres que van armados corren detrás suyo y le gritan que se detenga. De golpe, la constante prevención de estar sin un visado en regla le hace salir a la carrera. Unos disparos más allá se acaba su aventura londinense. Parece apenas un error en unos días plagados de muertes y ansiedad. De hecho 7 de cada 10 londinenses consideran que la policía actuó correctamente. Para mí, un mal presagio. Un terrible presagio.

Los estereotipos funcionan. Tipos jóvenes, con pinta de inmigrantes o desviados de "lo correcto", empiezan a sufrir las consecuencias del paroxismo del miedo. Los responsables de nuestra seguridad nos advierten de que cualquiera puede accionar el dispositivo de terror y sangre. El enemigo lo tenemos dentro. Y así, jóvenes con mochila no son admitidos en autobuses en distintas capitales europeas, o no se les permite entrar con su equipaje, como sucedió el pasado lunes, en la catedral de Santiago de Compostela. Cinco jóvenes con aspecto árabe que quieren hospedarse en el hotel de la expedición del Barça en Dinamarca son interrogados por la policía. Los jóvenes y los inmigrantes son cada vez más los sectores favoritos de la población en los que concentrar los temores y las amenazas y dirigir las políticas de control y represión. Son los nuevos desviados. En los dos casos encontramos situaciones de marginalidad o de estar fuera del campo de juego establecido. Más de la mitad de los jóvenes de 18 a 25 años que trabajan lo hacen en condiciones de precariedad. El paro en esa franja de edad es el doble que en otros segmentos de población. Hay muchos inmigrantes en busca de trabajo. Los sin papeles siguen abundando.

Cada vez parece más difícil recuperar la normalidad perdida. Ante las incertezas y la inseguridad, surge la añoranza. Pero no hay vuelta atrás en la diversidad de nuestra sociedad. Tampoco parece haberla en la precariedad laboral. Ni en la discontinuidad de empleos. Ni en la pérdida de referentes de aprendizaje laboral. Ni en la desestructuración familiar. Ni en la capacidad del sistema educativo para abordar una diversidad individual y colectiva excesivamente gravosa. Muchos jóvenes no tienen ante sí trayectorias vitales de aprendizaje laboral y de formación de carácter colectivo por la vía de las relaciones laborales estables. Otros (o los mismos) se encuentran sin referentes familiares significativos y estables. Casi todos están sin demasiadas esperanzas de emancipación individual por falta de empleo estable y con futuro, y con la tarea casi imposible de encontrar una vivienda propia. Son bastantes los que pululan por nuestras calles y plazas con aquello que les queda: su peña, su juerga, su ocio falsamente emancipador.

Sin grupos sociales intermedios capaces de asegurar una cierta autonomía, y con unos poderes públicos con problemas de legitimidad, el orden social se vuelve complicado. Y la necesidad de control aparece como remedio al aumento de riesgo e incertidumbre. Bin Laden por el lado global y los okupas por el lado local sirven perfectamente a la nueva dramatización del mal. Pero no tienen nada que ver. Y deberíamos ser capaces de distinguir. No podemos tratar a los inmigrantes y jóvenes, y a la azarosa mezcla de ambos componentes, como si fueran potenciales suicidas dispuestos a hacer estallar su carga mortífera en cualquier lugar, en medio de cualquier gente, por cualquier motivo cercano o lejano. El riesgo no es una categoría absoluta que pueda ser definida en términos de afirmación o negación tajante. Existen intensidades de riesgo. Y de todos depende que no nos dejemos confundir por el paroxismo de estos días y acabemos situándonos en el nivel de emergencia permanente e indiscriminada, cuando precisamente lo que es necesario es una atención profesionalizada, específica y discriminada ante los núcleos de peligro existentes.

La sociedad individualizada y competitiva en la que estamos instalados ha ido difundiendo el riesgo generalizado como componente vital, trasladando buena parte de la prevención a los propios individuos. Si todos sentimos peligro, todos trataremos de prevenirlo, y por tanto minimizaremos ese riesgo. Se expande el sentimiento de inseguridad, pero se nos exige o recomienda que tomemos mayores precauciones, y de esta manera minimizamos ese mismo riesgo. Y de esta manera la represión puede caer con más fuerza en aquellos "irresponsables" que no toman precauciones, que no hacen lo que deben. Pero en esa perspectiva hay una presunción falsa. La presunción es que todos sufrimos los mismos riesgos y todos tenemos los mismos medios para combatirlos. No es cierto. Hay gentes que acumulan riesgos y esas mismas gentes acostumbran a disponer de menos medios para prevenirlos. Y de esta manera acaban siendo ellos mismos parte del riesgo, por actuar de manera "irresponsable". De "personas en peligro" pasan a ser "personas peligrosas". Hace decenios, los vagabundos, los que no se encuadraban en comunidad alguna, eran la representación de la desviación, de la irresponsabilidad, del riesgo. Los modernos desviados son esencialmente los jóvenes y los inmigrantes. Unos por querer construir su autonomía en lo único que les va quedando, que son sus espacios de ocio, de vida alternativa. Los otros por representar el peligro de lo desconocido, de aquellos que pueden estar dispuestos a todo. Son los estereotipos del moderno riesgo social. Deberíamos evitar que se acaben sustituyendo los principios de igualdad y de ciudadanía por los de seguridad y aislamiento. Nos jugamos mucho en ello.

Joan Subirats es catedrático de Ciencia Política de la Universidad Autónoma de Barcelona.

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