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Un 'demos' no tan inocente

De un tiempo a esta parte, cotizados comentaristas de variada ideología, pero con predominio de la tendencia de centro izquierda, han acentuado de manera preocupante su reiterado análisis de la crisis actual de la política como una brecha, una distancia entre representantes y representados, entre gobernantes y gobernados, que estaría provocando, a juicio de dichos comentaristas, una saludable rebelión de los ciudadanos electores contra la clase política. Más preocupante aún, los políticos que, en defensa de la dignidad de su noble función y del rigor exigible a los que pontifican sobre la política, deberían discrepar o, por lo menos, matizar tales interpretaciones, las aceptan mansamente e incluso las enriquecen con patéticas autoinculpaciones de incompetencia funcional.

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Ha sido en torno a los resultados de los referendos francés y holandés sobre el tratado constitucional como la especulación sobre la brecha y la distancia ha alcanzado su cenit. Es difícil escoger peor ejemplo para construir una interpretación tan arriesgada y aleatoria. Los múltiples noes y sus razones, absolutamente subjetivas en muchísimos casos, que se dieron en ambos referendos no se pueden compactar en un solo no y en una sola razón infalible.

A tenor de aquella interpretación, al expresarse el demos como cuerpo electoral es convertido, en aras de la argumentación finalista, en "un todo viviente que habla, quiere y decide", según la acertada metáfora de Francisco J. Porta (El referéndum y la falsa seducción, EL PAÍS, 14 de junio), decidiendo mayoritariamente y de modo rotundo contra la opinión y las propuestas de sus representantes. Así habría quedado patente en el sonado caso francés: todos los partidos representados en la Asamblea Nacional pidieron oficialmente a los electores -disidencias aparte- que votaran en el referéndum, pero éstos, en gran número, desoyeron el requerimiento y se rebelaron contra sus representantes votando no para salvar a Francia y a Europa del juicio erróneo de sus representantes parlamentarios.

La tesis de la distancia da a entender que ésta se produce por el alejamiento de la clase política, mientras que la ciudadanía permanecería en su sitio como imperturbable timonel del rumbo de la historia. La tesis supone, asimismo, una doble inculpación: a la clase política, que sería incapaz tanto de resolver los viejos problemas de la desigualdad, la pobreza, la seguridad, la violación de los derechos humanos, etcétera, como de afrontar los nuevos problemas de la globalización, y a la democracia representativa, que se vería superada por la envergadura y la complejidad de los cambios sociales y culturales de nuestro tiempo. E impone una exculpación universal: a la ciudadanía como activo sujeto social.

Si las críticas a la clase política, fundadas las más de las veces, pero infundadas e injustas en no pocas ocasiones, son rituales, y las dudas sobre la validez y eficacia del sistema parlamentario son relativamente recientes, la exculpación de la ciudadanía aparece como una recreación del mito rousseauniano de la inocencia, transferida para la ocasión del individuo al sujeto colectivo.

Poca rectificación de ese equívoco se puede esperar del político que, en general, sucumbe al engaño de la máxima vulgar e interesada "el cliente siempre tiene razón", aplicada en este caso al ciudadano. Pero el analista de los asuntos públicos está obligado a mirar de frente -y sin otro interés que el de servir a la ilustración- al comportamiento colectivo, que es más que la suma de comportamientos individuales al estar éstos trabados por un consenso implícito sobre determinada toma de posición o conducta, como pueden serlo el no o el en un referéndum, el rechazo masivo en la calle de la guerra, una huelga general... No es fomentando el sentimiento de irresponsabilidad por la vía de la inocencia: el "pueblo llano", como lo llama José Vidal-Beneyto, el cuerpo electoral o la ciudadanía, según otras denominaciones, es exonerado de toda culpa en el "estado de malestar" creciente de la sociedad, en el deterioro grave del medio ambiente, en la crisis profunda de valores y creencias, en el descrédito sin fin de la política..., sino apelando al sentido de la responsabilidad por medio del compromiso con la res publica como los ciudadanos recuperarán la confianza perdida en la política. Halagándoles con el canto de sirena de su inocencia en la esfera pública se hace más cómoda su inclinación a la indiferencia y se propicia, en definitiva, su propio alejamiento de la política, alejamiento este que cubre un buen trecho de la distancia que separaría a representantes y representados.

La res publica bien merecería en democracia -el marco político más idóneo para la solución de los problemas sociales- algo más de interés de los ciudadanos. Y si de lo general volvemos a lo específico, el proyecto de la primera Constitución europea merecía otra suerte que la que le han deparado las razones de muchos votos negativos de franceses y de holandeses, que de inocentes tenían poco.

Jordi Garcia-Petit es académico numerario de la Real Academia de Doctores.

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