Llamas y humo
Vivimos días de llamas, a los que seguirán años de humo. Arden los bosques, las reservas naturales se convierten en cenizas y mueren 11 miembros de las brigadas contra incendios. Enseguida, la discusión sobre las responsabilidades adquiere temperaturas de incandescencia en los pasillos del Congreso de los Diputados, donde sus correligionarios hubieron de sujetar a Rafael Hernando, elegido en las listas del PP por Almería. Entre tanto, otras hogueras, como las del proyecto de reforma del Estatuto de Cataluña, sirven para hacer señales de humo que se responden allí mismo por los socios del tripartito en prueba de sus desavenencias y por las fuerzas de oposición, a base de CiU y del PP, instaladas en la insaciabilidad y el negativismo. También a distancia surgen respuestas más o menos tiznadas de "buenismo" o de antagonismo, según los variados lugares y colores políticos de la geografía peninsular y de los archipiélagos más o menos adyacentes.
El caso es que España se está quemando un poco más, como cada verano. Y que al calor y a la luz de esas llamas el presidente del Gobierno ha descubierto cómo, a diferencia de las bicicletas de Fernán Gómez que eran para el verano, los bomberos no han de ser contratados de ocasión para cuando calienta el sol, sino profesionales de duración indefinida sin alteración alguna por el cambio de estaciones salvo en el atuendo. Operarios de plena dedicación, de doble uso, capaces de cambiar la manguera por la azada, la cisterna por el tractor, de atender a la poda, de trazar y mantener los cortafuegos, de limpiar de broza los bosques, de desalentar a los excursionistas importadores de la foránea barbacoa, infames traidores a la hispánica fiambrera donde se alojaban, en sucesivos estratos, tortillas de patatas y filetes empanados, cuyo probado carácter ignífugo tanto ayudó a la repoblación forestal de cuando entonces.
Claro que cabe apostar por la rápida extinción de estas proclamas de ofertas laborales surgidas en momentos tan graves. Porque vivimos tiempos de profunda aversión al empleo fijo, al que se considera portador de todas las inercias disfuncionales, poco competitivo y más gravoso. Por eso vendrán los apóstoles de la eficiencia y el bajo coste para propugnar enseguida que se acabe cediendo ante la presión de los subcontratados, mucho más baratos para el contribuyente, sin experiencia alguna, como si fueran intercambiables por quienes conocen el monte porque han vivido en sus entrañas. Queda de todas maneras comprobado que cuanto ahorremos en las políticas agrarias y en el sostenimiento de la población rural lo acabaremos pagando multiplicado en guardas forestales y brigadas de bomberos, encuadrados por empresas que serán pingües negocios.
Buen momento para recordar aquí la anotación de Víctor Hugo en su diario según la cual "las revoluciones, como los volcanes, tienen sus días de llamas y sus años de humo". Porque lo mismo puede predicarse sobre la iluminación y la toxicidad de los incendios forestales o de los atentados terroristas, obra del extremismo fundamentalista islámico, que acaban de reaparecer estos días en Londres y en Sharm el Sheij. Mientras se registran olas de pánico y se sacrifican en busca de la seguridad derechos cívicos y garantías democráticas, se impone también conceder, como escribe Stefan Zweig en su deslumbrante biografía de Erasmo, que el instinto de violencia no es por sí mismo una amenaza universal, que la mera violencia tiene un aliento escaso, que golpea ciega y rabiosamente pero que, falta de objetivos y corta de ideas, se desploma impotente tras sus súbitos estallidos, los cuales, según muestra la historia, nunca han sido peligrosos sin la guía de un orden efectivo.
Todos los conflictos violentos de la humanidad, insiste nuestro autor, se deben menos al afán genérico de violencia que a la existencia de alguna ideología que la desata contra quienes considera sus antagonistas. A fin de cuentas, es el fanático quien, al reconocer sólo su sistema y admitir sólo su verdad, tiene que hacer uso de la violencia para reprimir cualquier manifestación de diversidad. Por eso, concluye Zweig que es el fanatismo inflexible, genio de la parcialidad y enemigo jurado de la universalidad, prisionero de una sola idea, el que trae la violencia al mundo. Atentos.
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