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Columna
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Matrimonio homosexual y orgullo heterosexual

El pasado 28 de junio, cuando Canadá se unió a Holanda, Bélgica y España y aprobó el derecho al matrimonio para los homosexuales, el primer ministro de aquél país, Paul Martin, católico practicante, dijo: "Somos un país de minorías, y en una nación de minorías es importante no seleccionar los derechos. Un derecho es un derecho, y de eso se trata". Al igual que en España, a pesar de la oposición firme de la Iglesia católica, las encuestas indican una clara mayoría ciudadana favorable a las reformas legislativas en curso. Los tiempos han cambiado.

España, por el contrario, no es un país de minorías, sino todo lo contrario. España es un país en cuyas venas circula la persecución del diferente y del minoritario: judíos y musulmanes en el siglo XVI; ateos, liberales e ilustrados afrancesados en el siglo XVIII; comunistas, socialistas, anarquistas, nacionalistas y masones en el siglo XX; vascos plurales en el siglo XXI, y pobres, gitanos, negros y homosexuales por los siglos de los siglos (igualmente perseguidas y discriminadas, tratar a las mujeres como minoría perseguida se hace aún más doloroso por la contradicción que implica). Con la aprobación del derecho de los homosexuales a casarse y a adoptar niños el actual Gobierno ha dado un paso fundamental para desactivar el veneno cainita que anida en la historia del poder en España, y sitúa a la institución gubernamental del lado de las fuerzas generadoras de derechos.

Los tiempos cambiaron, y con ellos las formas en que la persona se organiza en pareja o familia
¿Cuál es la familia que queremos salvar? ¿La que genera historias de rencor entre padres e hijos?

Por eso, bajo esta perspectiva de extensión de derechos a minorías reprimidas, cobra un valor simbólico muy especial el pequeño acto celebrado en la cárcel de Huelva, presidido por la directora de Instituciones Penitenciarias, Mercedes Gallizo, en homenaje a los homosexuales encarcelados por serlo, por maricones, por putos, como dicen todavía hoy en América Latina. Una cárcel, una mujer, y un poema de Luis Cernuda, poeta y homosexual, citado por Gallizo: "Libertad no conozco sino la de estar preso en alguien". Realmente las cosas están cambiando. Si de lo que se trataba era de sacar a España del rincón de la historia, qué mejor coalición que la que nos une con tres de los países más avanzados y civilizados del planeta, Canadá, Holanda y Bélgica, una alianza que nos ayuda a liberarnos de las mazmorras oscuras que pueblan la historia de España. De hecho, queda todavía pendiente una coalición internacional que trabaje por la protección de los derechos de los homosexuales en todos esos países donde son negados (condenados a la muerte existencial), perseguidos (condenados a la muerte ciudadana) y, en algunos países, asesinados (condenados a morir porque su presencia no es deseada). La homosexualidad está castigada con la pena de muerte en Sudán, Irán, Paquistán, Arabia Saudita, Mauritania, Afganistán y Yemen. Desgraciadamente, la empresa contará con el apoyo de millones de católicos de todo el mundo, pero con la oposición aguerrida del Vaticano.

Los gobiernos español y canadiense no hacen más que llegar con retraso a adecuar el ordenamiento jurídico a transformaciones sociales muy profundas que afectan no sólo a instituciones como la familia y el matrimonio, sino a la propia identidad de los individuos en tanto hombres y mujeres. "Quizá estén más emparentados los sexos de lo que se piensa, y la gran renovación del mundo quizá consista en que el hombre y la mujer, liberados de todos los sentires erróneos y las desganas, no se buscarán como opuestos, sino como hermanos y vecinos, y se reunirán como personas, para llevar simplemente en común, serios y pacientes, el pesado sexo que les está impuesto". No es la frase de un activista gay: lo escribió en julio de 1903 el poeta Rainer Maria Rilke, en su cuarta carta al joven poeta Kappus.

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El presidente de la Conferencia Episcopal Española, Ricardo Blázquez, ha dicho: "La nueva ley introduce una enorme confusión de orden humano y moral, y nos abre, en todos los aspectos, a un camino de retroceso". Qué gran desconocimiento del alma humana, le contestaría Rilke. Si poco a poco van cayendo los muros de incultura y podredumbre moral que han justificado la desigualdad entre hombres y mujeres, hoy día es la misma idea de género masculino y género femenino, y de identidad sexual, la que es revisada en la calle, en los hogares, y ahora también en las leyes.

Así, en lo que a la orientación sexual se refiere, recientemente hemos asistido a la comercialización de esa etiqueta tan malsonante de la metrosexualidad, que venía a decir que los hombres heterosexuales, cada vez más, van al solarium, se depilan y gastan en ropa que eligen ellos mismos y no sus mujeres. Hoy, el diagnóstico más certero (e inquietante para los que ven tambalearse el orden moral de las cosas a cada paso) ha sido recogido en el nuevo término gay-vague (vagamente gay), que definía así recientemente The New York Times: "Lo que está ocurriendo es que muchos hombres se han movido a un terreno medio en el que las señas tradicionalmente utilizadas para adivinar la orientación sexual -pelo, ropa, voz, lenguaje corporal- son cada vez más ambiguas. Y, sobre todo, implica una actitud de indiferencia ante la posibilidad de que nos tomen por lo que no somos sexualmente".

Platón, Sócrates, Alejandro Magno y el emperador persa Darío eran putos. Oscar Wilde, Nureyev, Arthur Rimbaud, Paul Verlaine, Federico García Lorca, Luis Cernuda, Walt Whitman, Truman Capote, Pier Paolo Pasolini y Jean Cocteau eran homosexuales. Marguerite Yourcenar, Chavela Vargas, y Frida Kahlo a ratos eran/son lesbianas. Hasta Carlos Gardel ocultó su sexualidad verdadera toda su vida, según algunos. También lo son un hijo poco comunicativo, un hermano que se suicidó sin saberse por qué, un vecino rarito, una compañera de trabajo que elude la conversación sobre los hijos.

Los tiempos han cambiado, y con ellos las concepciones del individuo y las formas en las que éste organiza su existencia, en pareja y en familia. Porque, ¿cuál es la familia que queremos salvar? ¿La que genera abismos de odio entre hermanos e historias de rencor entre padres e hijos? ¿La que ha dado lugar al mayor consenso moral que existe en España, el de la suegra pesada? Hagamos un registro de niños y adolescentes a quienes un amigo de papá, el profesor de guitarra o el tío preferido de mamá violaron sus juegos de niñez y arruinaron su vida sexual adulta con abusos sexuales nunca castigados, y después veamos exactamente cuál es la historia de la familia en España. ¿Cuál es el matrimonio que corre peligro? ¿El que ha condenado a la infelicidad y a no conocer nunca el amor a tantos hombres y mujeres que se casaron en épocas en las que el amor y el sexo eran negados en nombre del "orden moral y natural de las cosas"? No gracias. Es hora de que, como dijo Rilke, nos encontremos como hermanos y vecinos y llevemos en común, con alegría y sinceridad, el sexo que nos es impuesto. O el que libremente elegimos.

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