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Columna
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Silencio

Y entonces aquel santo varón, con los brazos extendidos y alzando los ojos al cielo, gritó en plena vía pública: "¡Oh Dios (si es que hay Dios), salva mi alma (si es que hay alma)!". Será por el calor, por el terrorismo, por desvarío o por lo que sea, lo cierto es que cada día se ve a más personas hablando solas por la calle, en los parques, en las tabernas, en el autobús, en el utilitario. Algunos acercan el móvil a la oreja para disimular sus soliloquios, pero se nota a la legua que no discuten con otro individuo, sino con fantasmas. Ahí está la clave: vivimos acosados por espíritus montaraces que se infiltran en algún rincón del cerebro y nos traen por caminos de delirio y frenesí de la mañana a la noche. Las religiones, dicho sea sin señalar, tienen bastante que ver en este escabroso asunto.

Comienzan por decirnos en nuestra tierna infancia que todos somos duales, una extraña componenda de cuerpo y alma. Y ahí empieza el jaleo interior. A poco que se medite, llega uno a la conclusión de que cada persona es una pareja de hecho, es decir, un lío. El celibato es mentira; piensas que estás soltero, pero la realidad es que vives arrejuntado con tu alma, que con frecuencia ejerce más de suegra que de amante. Además, aquí no hay divorcio que valga. Todas las almas, como son inmortales, saben que en cualquier momento podrán disfrutar de eterna viudedad. El alma es una marquesona endiosada; el cuerpo, un calzonazos que siempre acaba en la gusanera o en un crematorio. Esta relación es un fiasco. Por eso hay tantos ciudadanos que hablan consigo mismo a voces por la calle. No aguantan a su alma, turbio problema.

Si usted tiene problemas con su alma, tranquilícese porque la cosa no es para tanto. Memorice el teorema de Protágoras: "Sólo es problema aquello que tiene solución". Las cosas que no tienen solución, como la muerte, el tráfico o la convivencia con la propia alma, no tienen por qué amargarnos ni un minuto de nuestra existencia. Al alma hay que bajarle los humos. Es una cacatúa que a veces se convierte en martillo hidráulico. Hay que ingresarla en un convento de clausura para que aprenda a valorar el silencio.

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