Dos versiones de un día en Milán
Restaurantes, museos y tiendas en el epicentro italiano de la moda y el diseño
Si un milanés te pregunta qué te parece su ciudad, suele hacerlo con cierta aprensión, temiendo que la compares con Roma, Venecia o Florencia. Gran parte de los turistas que visitan Milán llegan de paso y la despachan en un día, como si después de hacer unas compras y dar un breve paseo por el centro se vieran impelidos a salir corriendo. Incluso los propios milaneses parecen dar la razón a esos turistas cuando se escapan casi todos los fines de semana a la montaña, a los lagos Maggiore y Como, o hacia el mar, a la Liguria. Pero Milán, triste y elegante, rica y burguesa, semejante en su disposición a una tela de araña cuyos hilos son las finanzas, el comercio, la moda, el diseño y la industria, es una ciudad viva y terriblemente atractiva. Bañada por una luz blanca que mata los colores de sus sobrias fachadas de piedra, tras las que se esconden patios frondosos o minimalistas, o bajo un cielo nublado que no intimida a los miles de motoristas que recorren sus calles, ni a los maniquíes casi anoréxicos que se sientan en las terrazas, ni a esas mujeres pálidas y arrogantes, vestidas de negro, que se detienen ante un escaparate.
En la novela Un amor (1963), Dino Buzzati, el célebre autor de El desierto de los tártaros (1940), narra el amor destructivo y escandaloso que siente Antonio Dorigo, arquitecto y escenógrafo milanés, por Laide, una joven prostituta. Laide encarna Milán, y a través de ella accedemos a la mirada melancólica que Buzzati derrama sobre la ciudad lombarda, ese inmenso escenario de tejados, chimeneas, iglesias, fábricas, patios recónditos, viejos jardines, supersticiones, miserias y fiestas. Para probar que no es suficiente con un día para acercarse a Milán, voy a contar lo que se podría hacer en un día imposible, suma de varios, que tampoco bastan.
Para comenzar, nada como tomarse un café en uno de los bares de la plaza del Duomo, el centro neurálgico de la ciudad. Puede ser espresso, lungo, caffe late, correto, macchiato, cappuccino, doppio, mocaccino, mocca, o un refrescante shakeratto servido en copa de cristal, de café, vainilla y hielo batidos. Subo a lo alto de las escaleras del neoclásico Palacio Real, y disfruto de una buena vista de la plaza. La fachada de la espléndida catedral gótica, en rehabilitación, está cubierta, como si no hubieran bastado los cinco siglos que se tardó en construir. Por encima de la lona asoman las afiladas agujas, y en el lateral se puede apreciar la belleza del mármol de Candoglia, de pálidos tonos grisáceos, rosados y amarillos que se combinan bajo la suave luz matinal. Al pie del Duomo, los turistas se toman un respiro, sentados en las escaleras, y alguno mira hacia la estatua ecuestre de bronce de Vittorio Emmanuele II, cuyo caballo se esfuerza en una frenada eterna. Al otro lado de la plaza se abre el arco que da entrada a la elegante galería comercial que toma el nombre del mismo rey, la salita de Milán, con tiendas de lujo, cafés y librerías bajo una cubierta de hierro y cristal. Visito un par de exposiciones en las dependencias del palacio: fotografías parisienses de Robert Doisneau y Annicinquanta, un recorrido por los diferentes campos en los que se plasmó la revolución creativa italiana de los años cincuenta: una combinación perfecta de belleza y sentido práctico.
Una audaz división
Al salir tomo la difícil decisión de dividirme en dos para aprovechar la jornada. Un yo se dirige hacia la Via Montenapoleone, una de las que conforman el Quadrilatero, donde las grandes marcas, en lugar de tiendas, disponen de edificios enteros. Japoneses, nuevos ricos y fashion victims achicharran sus tarjetas de crédito, se cargan de bolsas de alegres colores y cruzan la calle con cuidado de que los BMW, Mercedes o Ferrari no les atropellen. En el extremo de la calle se encuentra la recoleta plaza de San Babila, en la que edificios de los años cuarenta, cincuenta y sesenta escoltan la basílica de ladrillo y piedra del mismo nombre. El primer yo callejea en dirección a Brera, barrio de edificios neoclásicos en cuyas calles empedradas, entre tiendas y restaurantes, se despliegan puestos de bisutería, y que de noche se ve invadido por pitonisas y echadores de cartas. En el bar Brera pido verdura con mozzarella di buffala, una ensalada de pasta, me zampo un helado, cruzo la calle y entro en la Pinacoteca de Brera. En la primera sala me topo con el tétrico escorzo del Cristo muerto de Mantenga (1431-1506), y no me recupero hasta que me relajo con la dulzura de El beso (1859), de Francesco Hayez.
Al otro yo está a punto de atropellarle una bicicleta, pero logra coger el metro y llega al Corso Como 10, espacio con tienda, galería de arte, librería y café, uno de los templos europeos del must, de lo último, de lo que se lleva. Luego come entre gente feliz de encontrarse allí, y regresa al centro a tiempo de ver el boceto de cartón de Rafael para La escuela de Atenas, en la Pinacoteca Ambrosiana, y el Retrato de una joven, de Antonio Pollaiuolo (1432-1498), en el Museo Poldi-Pezzoli.
Los dos yoes, agotados, se reúnen en el jardín del Diana Garden Bar para tomarse un aperitivo antes de cenar. Piden un solo cóctel, un Negroni de color rojo, y se atiborran de pasta y canapés gratis, imitando a los italianos. Como no se ponen de acuerdo, un yo sale pitando hacia la Scala, el afamado teatro lírico, para asistir a la La Bohème, de Puccini, dirigida por el español Rafael Frübeck de Burgos, y con brillantes escenarios de Franco Zefirelli. El otro yo prefiere cenar en el Oficcina 12, un restaurante situado en el Naviglio Grande, uno de los dos canales navegables que le quedan a Milán. El segundo yo, sabiendo que el primero está asomado a un balcón tapizado de damasco rojo, entre violines, muselinas y dorados, se va a un centro social en las afueras, la Cascina Autogestita Torciera. Allí, mientras le llegan las vaharadas del humo de los porros, sentado entre dos jóvenes con aspecto de Jesucristo, se ríe con el I Gemelli Diversi, el espectáculo de los payasos Rodrigo Morganti y Stefano Grimaldi. Ha caído la noche, y los dos yoes continúan separados. Ni siquiera han ido a ver La última cena, de Leonardo da Vinci. Demasiadas cosas que hacer en Milán.
Nicolás Casariego (Madrid, 1970) fue finalista del Premio Nadal 2005 con la novela Los cazadores de luz
GUÍA PRÁCTICA
Cómo ir- Iberia (www.iberia.com; 902 400 500) ofrece en la web tarifas de ida y vuelta a Milán desde Barcelona a partir de 69 euros y desde Madrid a partir de 87, más tasas y gastos.- Alitalia (www.alitalia.es; 902 10 03 23) ofrece vuelos a Milán desde Barcelona por 69 más tasas y gastos.- Air Europa (www.aireuropa.com; 902 401 501) tiene para julio una oferta para volar a Milán, ida y vuelta, desde Barcelona por 169 euros más tasas y gastos.Comer- Officina 12 (00 39 02 89 42 22 61). Restaurante junto al canal, con terraza. Alzaia Naviglio Grande, 12. Milán. Unos 25 euros.- Caffé Vechia Brera (00 39 02 86 46 16 95). Via dell'Orso, 20. Unos 25 euros. - Bar Brera (00 39 02 87 70 91). Menús junto a la Pinacoteca de Brera. Via Brera, 23. Unos 20 euros.- Ostería del Binari (00 39 02 89 40 94 28). Restaurante con terraza. Via Tortona, 1. Alrededor de 30 euros.- 10 Corso Como Café (00 39 02 29 01 35 81). Templo de la moda y el diseño. Corso Como, 10. Unos 30 euros.Aperitivo- Diana Garden Bar. Bar con terraza y jardines para tomar el aperitivo milanés, en un hotel estilo art nouveau. Sheraton Diana Majestic Hotel. Viale Piave, 42.- Café Marino alla Scala. Fundación Trussardi. Piazza Della Scala, 5.
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