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Cumbre en Escocia y terrorismo en Londres

La Cumbre del G-8 de julio de 2005 no pasará desapercibida para el gran público, como otras tantas antes que ella, y no será fácilmente olvidada, se piense lo que se piense de sus acuerdos. En esta Cumbre se hizo presente un participante inesperado e indeseado, el terrorismo internacional, sembrando muerte y destrucción con las bombas del metro y de un autobús en Londres. En la Cumbre había tres temas estrella: la ayuda a África, la condonación de la deuda externa a los países más pobres y el calentamiento de la Tierra. Nadie se esperaba grandes progresos de esta Cumbre. No los hubo, pero ya es un avance significativo el mero hecho de que estos temas secuestren durante dos días la atención de los más altos jerarcas del mundo, que otras veces la dedicaban exclusivamente a las principales monedas, las crisis financieras, el petróleo o la guerra. Los grandes cambios siempre vienen despacio, y éstos vendrán también así. ¿Cuánto tiempo más podrá un presidente de los Estados Unidos negarse a emprender acciones colectivas con sus amigos y aliados para evitar un daño a nuestra Tierra, que cada vez es más evidente? ¿Cuántos africanos más tendrán que morir de hambre y de sida o ahogarse en las aguas que bañan al Mundo Rico para que los Ocho entiendan que la felicidad de este Mundo es incompatible con la miseria del Mundo Pobre?

Las cumbres tienen un valor pedagógico, porque enseñan a la gente lo que es importante para los gobernantes (aunque luego éstos no hagan nada sobre ello). La Cumbre de Escocia nos ha enseñado que el bienestar de las dos grandes ignoradas de nuestros tiempos, África y la Madre Tierra, es importante y debemos hacer algo para asegurarlo. Las cumbres llaman también la atención de la gente, porque generan las iras y las demostraciones de quienes no están de acuerdo con la forma como se gobierna el mundo. Pues bien, esta Cumbre, que ha estado precedida por espectáculos de rock masivos y mucha publicidad sobre las necesidades de África, ha sido probablemente la más pedagógica de todas. Todo el mundo entiende lo que significa la marcha de los jinetes del Apocalipsis por África, y la destrucción del planeta. Ya no se podrá ignorar a África, ni hablar de ella como de un continente lejano y ajeno, de cuya suerte y fortuna los países ricos no tenemos ninguna responsabilidad. El hecho de que figure de forma prominente en la agenda del G-8 significa que es responsabilidad nuestra hacer lo que haya que hacer para derrotar a la enfermedad, el hambre, la guerra y la muerte en África. Y mientras tanto, dejar de agredir a la Tierra que nos sustenta a todos, ricos y pobres.

Las conclusiones y acuerdos, que por el momento sólo son una manifestación de buenas intenciones, como recordaba en la clausura el mismo Tony Blair, han merecido valoraciones diferentes. No se puede negar, sin embargo, que es un avance la promesa de aumentar hasta 50.000 millones de dólares la ayuda al desarrollo para el 2010 (una buena parte para África), aunque esta promesa incorpore otras anteriores y añada únicamente unos 10.000 millones. Cualquier avance, aunque no colme nuestras expectativas y exigencias, tiene que ser bienvenido. Como lo tiene que ser el compromiso firme de perdonar la deuda que tienen con los organismos multilaterales (Banco Mundial, Fondo Monetario y bancos de desarrollo) los 18 países pobres más endeudados del mundo (14 de ellos africanos). Naturalmente, de la comunidad solidaria internacional depende que estos modestos avances no generen complacencia en los poderosos. La solidaridad tiene que continuar insistiendo sobre la gravedad de los problemas, para que los gobernantes no se hagan la ilusión -ni se la traten de vender a sus súbditos- de que ya han resuelto los problemas de los países más pobres.

En la cuestión del comercio internacional ha habido un avance todavía más modesto. Los gobernantes del G-8 se han comprometido, en general y sin fecha, a estudiar la reducción y eventual eliminación de los subsidios a los productos agrícolas, que los países pobres podrían exportar con gran provecho para sus economías. Por lo menos se reconoce formalmente que aquí hay algo que reformar. El problema con los países ricos es que ninguno de los tres: Estados Unidos, Japón y la Unión Europea, quiere ser el primero en desmontar la protección a la agricultura, lo cual, más que aumentar la ayuda, afectaría directamente al bolsillo de sus agricultores, quienes suelen tener un desproporcionado poder político. La intempestiva asistencia del terrorismo internacional a la cumbre debiera ser un recordatorio a los encumbrados de que hay problemas globales que ni se pueden ocultar debajo de la alfombra de las cumbres ni tratarlos de resolver cada uno por su lado y a su manera.

Luis de Sebastián es catedrático de Economía de ESADE.

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