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Columna
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Lecciones prematuras

Cualquier comparación entre Blair y Aznar es un chiste. Cualquier comparación entre las reacciones suscitadas por los atentados de Londres y Madrid puede ser prematura. Las primeras declaraciones del Gobierno británico fueron extremadamente cautas; las del Gobierno español el 11M interesadamente imprudentes. Todavía cuatro días después del atentado, Tony Blair declara ante los Comunes: It seems probable that the attack was carried out by Islamist extremist terrorists. Parece probable, dice Blair, y nadie le lleva la contraria porque todo el mundo está convencido de que así es y todo el mundo sabe que tampoco se puede decir más. Por el contrario, el Gobierno español dijo más de lo que se podía y se debía decir, y subrayó su imprudencia con una puesta en escena que no abonara duda alguna. Todo el delirio interpretativo posterior -que el atentado de Londres condena definitivamente al ridículo- sólo es posible mantenerlo desde la conciencia de la mentira. La reacción contra aquel ejercicio de manipulación fue una muestra de dignidad.

¿No convendría definir la naturaleza de la amenaza para conseguir combatirla con mayor eficacia?

Aznar representó el grado histérico de la política. En cuanto se vio pillado, dirigió los focos hacia las fuerzas de seguridad y los servicios de inteligencia, cuya actuación había sido intocable e inatacable mientras él estuvo en el poder. Tony Blair ha tratado de salvar de toda sospecha la actuación de sus fuerzas de seguridad, que no ha quedado libre de críticas. Son muchos los ciudadanos, los comentaristas y los políticos ingleses que las han planteado, pero no el primer ministro, que rechazó la propuesta del jefe de la oposición, Michael Howard, de crear una comisión de investigación parlamentaria, libre de toda intención condenatoria, para aportar luz sobre lo ocurrido y extraer consecuencias. Justo lo que debió ser, y no fue, la comisión parlamentaria sobre el atentado de Madrid del 11M. Los ingleses han podido manifestar su flema y su temple emocional estos días, pero han planteado también su inquietud sobre los posibles fallos del sistema de seguridad con total libertad. Lo seguirán haciendo, y no me cabe duda de que los cambios en la legislación antiterrorista que vaya a plantear el Gobierno británico serán debatidos con igual libertad, sin que nadie acuse a nadie por ello de estar con el enemigo.

Ha sido llamativa la reacción de los ingleses ante la tragedia. A día de hoy, mientras yo sigo hablando de ella y de lo ocurrido en Madrid hace más de un año, son pocos los comentaristas ingleses que se ocupan de ella en sus columnas. Vuelven a hablar de lo que les preocupaba el día antes. Pueda ser que esta actitud sea fruto del carácter británico, aunque no parece ser ajena a una decisión vital e ideológica: la mejor forma de defender nuestros valores y modo de vida contra quienes atentan contra ellos es seguir practicándolos. Escribía Timothy Garton Ash que "seguir adelante", como hacen los londinenses, es la mejor respuesta que la gente de la calle puede dar a los terroristas. Días después, sin embargo, Jonathan Freedland, en un artículo en The Guardian bellamente titulado After the aftershock, observa con preocupación esa actitud. El aftershock es la comprobación de que los autores del atentado eran terroristas suicidas y ciudadanos nacidos en Gran Bretaña, de que no se hallan ante un enemigo venido de fuera sino ante un enemigo interno. ¿Interno, externo? Quizá tenga razón Garton Ash cuando, por razones distintas a las que yo trato de explicar, afirma que "ya no existe una cosa llamada política exterior". Pero la haya o no, también es cierto que la autoctonía de los terroristas de Londres marca una diferencia, como señala Freedland. Este se pregunta si nos hallamos ante un acontecimiento único de repetición aleatoria o ante el inicio de una campaña de terrorismo suicida autóctono similar a la padecida por Israel a lo largo del último decenio. ¿Sería tan razonable la flema inglesa en el segundo de los casos?

No cabe duda de que los atentados de Londres son crímenes, como afirma Timothy Garton Ash. No obstante, tendremos que preguntarnos si esos crímenes son equiparables a la criminalidad común -y, por tanto, algo que tendremos que combatir, pero con lo que tendremos que aprender a convivir como hacemos con otras amenazas crónicas- o sin son crímenes de otra naturaleza, digamos política. La diferencia es sutil y no depende sólo de los objetivos declarados por el criminal, sino también de sus apoyos. El propio Garton Ash reconoce la implicación global de lo ocurrido en Londres, fueran o no ingleses sus autores, de ahí su puesta en cuestión de que exista ya una política exterior. El frente es global y es al mismo tiempo interno. No es un frente de guerra convencional, tampoco parece tratarse de un grupo de criminales internacionales que campen por sus respetos. ¿No convendría definir la naturaleza de la amenaza para conseguir combatirla con eficacia?

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