Imágenes de la felicidad
Dos orientales de ambos sexos, con la apariencia de formar un matrimonio natural, y lo que es mejor, feliz, corrieron el último tramo del antepenúltimo encierro literalmente pegados al grueso de la manada. Corrieron sin parar de sonreir, embelesados por la emoción del irrepetible momento de triunfo.
En el callejón del coso taurino, entre la pareja oriental y las reses bravas no había espacio ni para un papel de fumar. A esa altura del recorrido, él la llevaba a ella dulce, amorosamente asida por el hombro. Aunque esa muestra de dulzura limitaba las posibilidades de la pareja de hacer una carrera ajustada a cánones ortodoxos -cánones seguramente difíciles de traducir a lenguas orientales-, añadía arrobo y emoción a la escena. La cuestión de si estos orientales venían de Oriente, o si regentan un Todo a 1 euro en Calahorra, es irrelevante.
Su imagen hará que miles quieran vivir, un año de estos, algo semejante
¿En qué otro lugar del mundo podemos asistir a escenas de arrobo y emoción semejante? En Pamplona nos dirán que en ninguno, pero no es del todo verdad. En el ala del Louvre donde queda la Mona Lisa, se ve a parejas de orientales exhibiendo ante cámaras de 7 megapixels ese mismo rictus de triunfal felicidad. Abrirse paso allí, es casi tan difícil como hacerlo en el callejón de la plaza de toros de Pamplona. Y como digo la Mona Lisa, podía decir las pirámides de Giza.
Hay occidentales y orientales que se muestran así de triunfantes cuando se retratan en Disney World, junto a Mickey Mouse. Más domésticamente, hay quien alcanza el nirvana en Port Aventura. Los caminos de la felicidad son inescrutables. Luego la felicidad, traducida a pixels y comprimida, viaja instantáneamente por las redes, antes de quedar definitivamente congelada para el recuerdo en las galerías fotográficas de las bitácoras electrónicas. Si escribimos "San Fermín" en Google, obtendremos cerca de un millón de hilos que enlazan con imágenes, relatos y recuerdos de la felicidad.
El millón de visitantes que, según la organización, los sanfermines alcanzan año tras año -seguramente, al igual que en la manifestación del Foro de la Familia, otras fuentes podrían facilitarnos cifras menos redondas-, nos acompañó de nuevo durante el pasado fin de semana. Si no un millón, éramos los suficientes como para no caber en el recinto amurallado y como para que los servicios de limpieza previstos no diesen, otra vez, abasto. Los más, por no decir que todos, venían con una imagen vivida o por vivir de la felicidad, o cuando menos de la alegría, a la vez que con muy poca noción de la ortodoxia.
Eso es lo que hay y esto no tiene más misterio. Hay una fiesta. No hay más ni menos. Se dan, pues, las condiciones para vivir escenas si se quiere tan alegremente risueñas, si se prefiere tan dramáticamente cómicas, como la de la pareja de orientales que, flagrantemente de espaldas a la ortodoxia -y a la sensatez-, entró triunfalmente en la plaza de Pamplona y vivió su momento de felicidad. Su imagen viaja ya por el ciberespacio y hará que miles quieran vivir, un año de estos, algo semejante.
El empeño castizo en la ortodoxia, como el de crear unos sanfermines virtuales, tiene poco futuro. La virtualidad de las fiestas viaja por la Red y lo festivo casa mal con lo preceptivo.
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