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Regreso a Auschwitz

Recoge Stefan Zweig, en sus Momentos estelares de la humanidad (que ahora acaba de sacar en versión catalana Quaderns Crema), la pequeña odisea de Lenin atravesando media Europa en un tren sellado, un tren que parte de Gottmadingen y desemboca en Petrogrado. Allí lo reciben Kamenev y Stalin y miles de revolucionarios. Ese viaje va a cambiar el curso de la Historia: "El proyectil ha hecho impacto y destruye un imperio, un mundo".

Apenas un cuarto de siglo más tarde, hay trenes que rompen la luminosidad cetrina de la mañana polaca y desembocan en un campo cercado de alambradas. Este campo se llama Birkenau y es uno de los tres puntales del complejo concentracionario conocido como Auschwitz (los otros dos son Monowitz y Auschwitz propiamente dicho, el viejo cuartel del ejército polaco en la localidad de Oswiecim). Un raíl de tren penetra en Birkenau y hay una explanada que hemos visto tantas veces en las fotografías o en las películas, o hemos leído en los libros. Si el visitante se para un momento en ese lugar, mientras el sol se dispone a seguir su viaje hacia Cracovia, son perfectamente audibles los rumores acompasados de los zuecos, los murmullos tensos, las órdenes gritadas en un alemán gutural, la impaciencia nasal de los perros. Al principio, cuando se construyó el campo, el tren paraba fuera del recinto; luego se habilitó el raíl que aún se conserva. Centenares de miles de personas, que penetraron por esta vía, fueron convertidos en humo.

Los trenes de Birkenau también cambiaron el mundo. ¿Alguien duda que los actuales sueños de integración europea no se basan en lo más profundo en la lección del lager? Con gran sentido de la necesidad histórica, todo en Auschwitz y en Birkenau se ha conservado tal como estaba cuando la gran fábrica de la muerte trabajaba a pleno rendimiento. Faltan los crematorios de Birkenau, destruidos por los alemanes en su huida, y algunos barracones cuyos materiales fueron aprovechados después de la guerra para la reconstrucción de Varsovia. Pero a tres kilómetros, en el campo principal, siguen allí todas las pruebas que no fueron destruidas con la llegada del ejército ruso, como por ejemplo: cuarenta toneladas de pelo humano, cuarenta mil pares de zapatos, miles de maletas, piernas y brazos ortopédicos, utensilios de cocina, ropa de niños. En algunas de esas maletas figura el nombre de sus propietarios, y el visitante se ve sorprendido cuando ve allí una Kafka, o un Pasternak. Sí, es Europa la que pereció tras estas alambradas, una cultura con mil manifestaciones, una forma de vida, estratos sociales enteros.

A diferencia de lo que ocurrió en Birkenau, la cámara de gas y el crematorio de Auschwitz están intactos. Jarek Mensfelt, el guía, explica pormenorizadamente su uso primordial, y no ahorra detalles macabros: cadáveres de hombres se mezclaban sistemáticamente con los de mujeres porque estas últimas ardían mejor; encima, solía colocarse algún niño, cuyos huesos tiernos garantizaban una combustión óptima.

En este punto el visitante recuerda aquel pasaje de La montaña mágica en que el doctor Behrens explica a Joachim y a Hans Castorp que la plástica del cuerpo humano consiste sólo en sus cualidades adiposas: "En nuestro caso, la grasa sólo llega en general a la veinteava parte del peso del cuerpo; en las mujeres, a la dieciseisava" -sentenciaba el doctor con sus aires de suficiencia-. Pero en Auschwitz la vida no es una enfermedad, ni mucho menos una cuestión estética; la vida es sólo ese pequeño lapso que queda por atravesar hasta la muerte inexorable.

Junto al crematorio, una réplica del cadalso donde se ajustició a Rudolf Höss, el director del campo, autor de unas memorias expiatorias al pie de la horca. En el último momento, Höss se convirtió al cristianismo y un sacerdote católico le perdonó sus pecados. Habría que preguntarse, dice Jarek Mensfelt sin mover ni un músculo facial, si Höss está ahora en el cielo o en el purgatorio.

El visitante rodea luego los barracones, reconoce los iconos, camina entre ellos como buscando un eco de un tiempo imposible. Luego, sobresaltado, se para un segundo para comprobar lo más pavoroso de este lugar: el viento mece las ramas de los álamos que plantaron los nazis y un tapiz sonoro de mirlos alfombra el cielo. ¿Es este paisaje idílico el origen de tanto horror?

Con su inventario de perplejidades, el visitante se dispone a tomar el tren del regreso. Ha venido a Auschwitz como los musulmanes visitan La Meca, al menos una vez en la vida. Ha cumplido una obligación que tenía consigo mismo. Y hay un atardecer azul que le recuerda que la vida ha seguido su curso, pero la lección hay que continuar aprendiéndola.

Joan Garí es escritor.

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