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DE LA NOCHE A LA MAÑANA
Columna
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Servidumbres del verano

La única ventaja de las vacaciones es que se distiende la dependencia del trabajo, aunque no siempre para mejor, ya que generan otras subordinaciones acaso más amables pero no por ello menos inquietantes

Afán de saber

Se diría que los alumnos de universidad no tienen bastante con las enseñanzas recibidas durante el curso y precisan de los complementos veraniegos para redondear sus estudios. Por lo general, los cursos de verano son un excelente lugar para montar tertulias y hacer amistades inusuales y más o menos esporádicas, aunque muchas veces su relevancia académica diste mucho de sus pretensiones. El otro día, en Alicante, Fernando Savater comenzaba el verano estudiantil con una conferencia titulada, nada menos, ¿Qué es la humanidad?, pregunta un tanto retórica cuya respuesta decorosa bien puede llevar toda una vida académica al estudiante más entregado. Fuera de eso, por la noche refresca (poco, pero refresca) y es la hora de repasar la jornada matizando afirmaciones de Aristóteles a la luz de una buena ronda de fresquitos cuba-libres.

A disfrutar

No creo que nadie (salvo, quizás, los niños), disfrute de veras rebozándose en la arena de las playas mientras toma el sol, inmóvil como lagarto al acecho, antes de zamparse un arroz un tanto exótico que algunos restaurantes de costa tienen la barra de llamar paella o arroz a banda. Y todo eso, en la mayoría de los casos, después de haber pasado horas de purgatorio en las carreteras para llegar hasta ese infierno. El sol es gratis, cierto, pero no los requisitos necesarios para achicharrarse bajo sus rayos. Esa manía estacional, que tantos millones de personas comparten, se vincula al descanso y a la libertad, como si las vacaciones no fueran a menudo lo más fatigoso de este mundo y como si embutir centenares de miles de vehículos en sus carriles supusiera un eco remoto de no se sabe bien qué tipo de liberación.

Lecturas aplazadas

Siempre ocurre lo mismo. Uno deja para el verano la lectura de libros más o menos atractivos, cuando no algo complicados, y se van amontonando en un lado de la estantería, como guardianes de una obligación aplazada a la espera de que les llegue su hora. La primera selección, llegado el momento de partir, se hace en función de lo que quepa en las maletas. Kavafis deja su lugar a una breve antología de poesía kurda, la biografía de Freud cede paso a un tomito sobre respuestas disparatadas a los exámenes de secundaria, los Diarios de Kafka se abandonan a favor de los de Bridget Jones, y al final, ya en la playa, se acaba por distraer las últimas horas del día en la cama con la relectura de El largo adiós, aunque sólo sea para enterarse de una vez a santo de qué una trama tan enrevesada se resuelve en un desenlace tan inverosímil.

Nuevas amistades

Uno de los aspectos más engorrosos del verano veraneado lo constituyen sin duda las amistades forzosas con los vecinos de bungalow, cuando no las llamadas de atención por una conducta impropia, ya se trate de la afición de subir la música a las dos de la madrugada o de escuchar sin desearlo una conversación a varias bandas que, al parecer, carecería de sentido de no desarrollarse a gritos en la hora de la siesta, así que, en el primero de los casos, y tras las despedidas de rigor consumidos ya los quince días de armoniosa convivencia, uno vuelve a casa rumiando cómo diablos se le ocurrió mencionar episodios de su juventud a la peluquera de Zaragoza con la que coincidía en la piscina y, lo que es peor, a santo de qué se prestó a escuchar el rosario de desaires que le deparó su primer marido, mientras que, en el segundo, entretiene la espera de los atascos fantaseando que podría haber sido más enérgico con el vecino que ponía a toda pastilla las atroces zarzuelicas de Plácido Domingo a las tres y media de cada una de las tardes de tan agradable vivencia estacional.

Y los encuentros cantados

El primer movimiento es de sorpresa. Él hace como que no te ha visto al cruzarse contigo y sigue su camino por el paseo marítimo de una playa algo al norte de Valencia, pero su acompañante (una mujer de unos cuarenta años, algo entrada en carnes vista en bañador) ha notado algo raro y mira hacia atrás. No hay duda. El hombre es el vecino cincuentón que te saluda junto a su mujer cada mañana en el ascensor, pero su acompañante no es su esposa. Quizás la ha liquidado, o a lo mejor ella ha tenido que ir al pueblo a pasar unos días con sus padres, quién sabe. Pero él observa hacia esa otra mujer una actitud tan cariñosa que casi resulta obscena, casi tanto como ver en bañador las delgadas piernas y la barriga prominente de alguien a quien siempre has visto vestido de ciudad. De regreso del fin de semana, te lo encuentras como siempre en el ascensor, y en su afabilidad fingida crees ver la demanda innominada de un silencio cómplice.

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