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Reportaje:EL TERROR REAPARECE EN LONDRES

Carta a un terrorista suicida

Son las cinco de la mañana. Te levantas, haces tus abluciones rituales: ya has rezado el salãt al-fagr, la plegaria del alba. Fuera despierta la mañana, pero es la noche la que se extenderá sobre el mundo. Tomas tu último vaso de té, estás solo contigo mismo. Has repetido mil veces los gestos de tu misión, mentalmente conoces los mil pasos que debes realizar, te sientes lleno de poder. La primavera de tus veinte años acaba de florecer: tus ojos eran muy hermosos, tu mirada era solar como los brotes del Edén. Ahora es gélida. Se ha gestado un gran frío en ti y en torno a ti; tu mirada está ausente, ya has dicho adiós a la primavera de tu vida. Los profetas del mundo no saben qué está a punto de ocurrir, y los ángeles son incrédulos; el mundo temblará por tu fuerza destructiva.

Khaled Fouad Allam

'Carta a un terrorista suicida', de próxima publicación por RBA, es un mensaje que el autor, de origen argelino, dirige a un aspirante a 'mártir' para indagar las motivaciones de tan extrema elección, que tiene graves repercusiones en todo el mundo musulmán. Al mismo tiempo arroja luz sobre las enseñanzas de la religión islámica, que en su versión más auténtica y fiel a las escrituras condena de manera absoluta a cualquiera que vierta sangre inocente.

Para nosotros, el mundo se ha vuelto más oscuro, y después del 11-S, a muchos les parece que el islam y los musulmanes no pueden expresarse más que a través de la violencia
Nuestra revelación procede a menudo por alegorías, pero todo este aparato alegórico gira en torno a un punto fijo, central en todo el edificio coránico: la relación entre historia y verdad
El mundo islámico aún no ha elaborado el duelo de la propia decadencia, y todavía pensamos que los esplendores de Córdoba y Bagdad podrán un día resucitar

Son las 5.00 en Jerusalén, las 4.00 en Roma y París, las 22.00 en Nueva York. Sales de casa, te sientes ligero, más libre que nunca: porque desde este momento todos tus gestos serán irrepetibles. Es la última vez que tu cuerpo roza la tierra, que el viento gélido te golpea con el ritmo de tu paso, la última vez que tus ojos se confunden con el cielo. Los árboles te saludan; ellos aún no lo saben. Te sientes lleno de una fuerza terrible, pero el mundo que te rodea ya no es el mismo; tu mirada penetra en la realidad visible. Ya has entrado en un mundo paralelo, aquel cuyos méritos te han ensalzado. Dentro de poco el gran misterio, el misterio de la vida, tendrá el olor acre que nubla todo pensamiento. Todo será reducido a la nada, la destrucción sustituirá la vida en un terrorífico enfrentamiento entre las fuerzas vitales y las del mal. Dentro de poco, todo se interrumpirá, el instante palpitante de vida será subvertido por el caos. Una mano tendida, un saludo, un adiós, un beso apenas dado, todo será invertido en la señal del odio.

Por supuesto, te han dicho que todo esto lo harás en nombre del islam: serás un shahid, un mártir. Durante largos meses te han enseñado, hasta esculpirlo en tu mente, que Dios elige a quien debe restituirle la vida que Él le ha dado, y que Su gracia, que atraviesa la vida, se prolonga más allá de la muerte resucitando al hombre en el Paraíso: pero estos maestros del horror no han hecho más que robarte la vida y transformar tu cuerpo en un instrumento para sus planes de destrucción. Créeme, han sido hábiles para convencerte de que te quites ese soplo vital, esa sustancia con la que Dios nos ha mandado a la tierra. La muerte no es nunca una victoria, y menos cuando arrastra consigo las sombras inquietas de nuestra incapacidad de entender. Te escribo mientras estás caminando con paso rápido, mecánicamente; dentro de poco entregarás al mundo angustia y horror. Tú caminas, caminas; tu piel está seca, como la tierra batida por la sequía; ya no baña tu cuerpo ese sudor que marca el confín entre miedo y peligro, entre bien y mal, cuando realizamos un acto que sentimos como malvado. Tan a fondo tus maestros han conseguido alienar tu alma y tu corazón que ese sudor ya no aparece. Ahora eres sólo destrucción: y dentro de poco, el mundo se precipitará en la violencia, el tiempo mismo quemará como el fuego que se difunde, serpenteando, por la tierra ardiente.

Sombras de sospecha

Cuántas veces me he preguntado cómo ha podido ocurrir esto. Porque tu crimen nos implica a todos nosotros, los musulmanes, y cada vez más se quiere endosar su responsabilidad a toda nuestra comunidad, hacerla pesar sobre nuestra misma existencia: una sombra de sospecha, un oscuro velo envuelve a nuestra umma, a nuestros pueblos, el mundo nos pregunta quiénes somos. Cuántas veces me he preguntado si es porque el dolor del mundo es tan grande que la destrucción parece representar la única reacción posible. Me vuelve a la memoria un pasaje de la novela Tombéza, de Rachid Mimouni:

"De la aventura, tengo el recuerdo de aquel sabor amargo que ninguna bebida del mundo ha conseguido hacer olvidar, y que ha terminado por impregnar toda mi existencia. Y decenas de años después, aquel mal sabor de la saliva me llenaba la boca, y me impedía tragar, hasta provocarme náuseas...

¿Es por su infelicidad que los hombres son tan crueles? Me habían prohibido el acceso a la casa de Dios, a su palabra. En el fondo creo que era culpa mía. Había olvidado la tara irreducible que llevaba a causa de la herencia materna, y había creído que podía ser sencillamente como los demás niños, sin alimentar, por lo demás, grandes ilusiones (...)".

Para nosotros la vida se ha vuelto sombría. Tanto es hoy el miedo, tanto el terror que ritma la cotidianidad del mundo, que nuestra identidad de musulmanes parece representar una frontera insuperable entre nosotros y el resto del mundo.

Así te escribo -seas de Chechenia, de Palestina, de Indonesia, de Irak o de algún país de Europa o de Occidente-, te escribo porque quizá para todos nosotros, los musulmanes, ha llegado el momento de examinarnos, de romper un largo silencio lleno de enormes tragedias, de sufrimientos, de dolor. El siglo pasado concluyó en la violencia y en la crueldad; el nuevo siglo no ha olvidado el pasado, su memoria conserva el peso del mal infligido al género humano; y no existe un rincón de nuestra tierra que no haya conocido el dolor y las lágrimas. El mundo entero está inmerso en el recuerdo de la violencia y la humillación, y ha empezado este siglo sin saber cómo afrontarlo, cómo situarse ante la tragedia del dolor.

Para nosotros, los musulmanes, el mundo se ha vuelto más oscuro y, después del 11 de septiembre, a muchos les parece que el islam y los musulmanes no pueden expresarse más que a través de la violencia, y que los versículos del Corán están trazados con el sable. Pero el mundo que nos rodea pide que testimoniemos que la violencia no puede ser el instrumento para resolver los conflictos, que la pluralidad de las diversas fes es la traducción de la unicidad divina; porque Dios no puede mostrarnos su unicidad si no es a través de la multiplicidad de las existencias y de los testimonios. En este sentido se lee el versículo coránico (sura 5, versículo 48):

"A cada uno os hemos dado una norma y una vía. Dios, si hubiera querido, habría hecho de vosotros una sola comunidad, pero quería probaros en lo que os dio. ¡Rivalizad en buenas obras! Todos volveréis a Dios. Ya os informará Él de aquello en que discrepabais".

Camino del asesinato

Pero tú, que has elegido el abandono de la vida y el camino del asesinato -puesto que se trata de asesinato-, quizá nunca te hayas preguntado si la violencia puede ser una respuesta a la violencia, si puede poner fin a ésta. Sé perfectamente que tu elección procede de una lectura de nuestros textos: pero se trata de una lectura literal y descontextualizada de esos versículos, que parecen legitimar la violencia en nombre de la justicia; por tanto, de una lectura errónea, porque promete a los shahid que conquistarán, a través de la violencia, las vías de lo absoluto para obtener un puesto en el jardín eterno. Pero ¿este puesto puede ser conquistado sobre las cenizas de los muertos y sobre el dolor de los vivos? ¿Puede esa sangre vertida representar el agua de tu paraíso? ¿Esos cadáveres inocentes -humillación de la historia- pueden ser las flores a la sombra de tu paz eterna?

Como es tan flagrante nuestra incapacidad y nuestra resignación frente a la ausencia de justicia, de libertad y de democracia, imaginamos combates eternos entre las fuerzas del mal y las fuerzas del bien. Como el desencanto es tan agudo y doloroso, la existencia tiene el sabor amargo de la derrota, de sentirse un eterno perdedor. En nuestros debates, en nuestra literatura, en nuestros cantos, todo respira la fragancia de un pasado que ya no volverá: Bagdad, Damasco, Córdoba, Toledo son los lugares de los mil relatos, a los que nos aferramos en un presente que no sentimos nuestro y al que hace más de un siglo intentamos devolver la vida. Nuestros intelectuales, elogiando esos lugares desaparecidos, nos han persuadido de que, para devolver la grandeza a nuestra civilización, bastaba con soñar con el pasado: pero éste es sólo una sombra, y evocándolo demasiado se transforma en un obstáculo. Aquel pasado está definitivamente interrumpido. Nuestra filosofía ya no ha vuelto a alcanzar las cumbres de Jahiz (776-868), Al Farabi (870-950), Al Tawhidi (c. 930-1023), Avicena (Ibn Sina, 980-1037), Averroes (Ibn Rushd, 1126-1198) o Ibn Khaldun (1332-1406): detrás de ellos se extiende una larga noche de siglos. Desde principios de 1800 miramos el presente a través de las quimeras del pasado, y la crítica está ahora ausente de nuestro lenguaje. Así, al vivir en un pasado sublimado, permanecemos prisioneros de la historia y excluidos del presente; oponiendo los muros del pasado a los muros del presente, nos perdemos a nosotros mismos. Recuerdo el grito de un querido amigo frente al vacío de aquella larga noche del pensamiento: "¿Quién ha pensado por mí en el 1500, el 1600 o el 1700?". El mundo islámico aún no ha elaborado el duelo de la propia decadencia, y todavía pensamos que los esplendores de Córdoba y Bagdad podrán un día resucitar: pero es una ilusión, porque cualquier renacimiento sólo puede partir de la conciencia del propio fin.

Nuestra renovación no podrá pasar más que a través de la superación del pasado, la contaminación y la mezcla, porque sin ellas, nuestra geografía se reducirá a una frontera.

Aprendices de brujo

En el mal oscuro de la desazón crecen los aprendices de brujo, que te llevan a leer los textos alejándolos de su contexto, que ilusionan y confunden tu vida. Hasta llevarte a pensar que los textos legitiman tu violencia. Te sientes tranquilo contigo mismo, los has leído e interiorizado, versículo a versículo, palabra a palabra: un día, estas palabras que has leído y releído se convertirán en los gestos de tu cuerpo, trazarán la implacable realidad de tu fin. Tu deseo de muerte crece, quiere divorciarse de tu cuerpo, acceder a la última promesa. Quieres conquistar sobre la tierra lo que ésta no te ha dado: la libertad y la justicia. Has cambiado tanto que sueñas con tu fin como el prisionero mira a la libertad; pero se trata siempre de asesinato.

Quisiera razonar contigo sobre los textos, sobre nuestra tradición, para tratar de comprender qué está ocurriendo hoy en el islam.

La sura 9 del Corán, en el versículo 111, que tú conoces bien, dice:

"Dios ha comprado a los creyentes sus personas y su hacienda, ofreciéndoles, a cambio, el Jardín. Combaten por Dios: matan o les matan. Es una promesa que Le obliga, verdad, contenida en la Tora, en el Evangelio y en el Corán. ¿Y quién respeta mejor su alianza que Dios? ¡Regocijaos por el trato que habéis cerrado con Él! ¡Ése es el éxito grandioso!".

En la tradición profética de nuestros hadith también se contempla la recompensa:

"El mártir tiene a los ojos de Dios seis premios: todo se le perdona enseguida; ve inmediatamente el puesto que le ha sido asignado en el Paraíso; está libre del castigo de la tumba y del gran terror; se le corona con la diadema de la veneración, cada rubí de la cual vale tanto como la tierra con todo lo que ella contiene; se le desposa con setenta y dos novias de hermosos ojos; y él intercede en favor de setenta y dos de sus parientes".

Pero junto a estos versículos que legitiman la violencia, tú sabes que hay otros tantos que la condenan. Así, no puedes olvidar ni eludir el versículo 93 de la sura 4:

"Y quien mate a un creyente premeditadamente tendrá la gehena como retribución, eternamente. Dios se irritará con él, le maldecirá y le preparará un castigo terrible".

Al respecto querría recordarte lo que dijo Al Zamahsari (1075-1144) en su Tafsir (comentario coránico):

Un hadith afirma que la destrucción de este bajo mundo es culpa más leve que la de matar a un ser humano que es musulmán. Otro declara también: "Si un hombre ha sido muerto en Oriente, y otro está satisfecho de ello en Occidente, este último es cómplice del asesinato perpetrado a distancia". Otro precisa: "Este hombre es un edificio que Dios ha construido; maldito sea quien viene a destruir dicho edificio". Otro enuncia por fin: "Quien es cómplice en el asesinato de un creyente, incluso por medio de una simple palabra, el día de la Resurrección tendrá escrito en su frente: 'Descreído de la misericordia de Dios".

¿Lo ves? Ningún crimen puede ser justificado en nombre de Dios. Porque, también a distancia, el crimen cometido no puede provocar más que dolor, desorden y ruptura. La religión es una trayectoria, un recorrido que nos plantea una pregunta: ¿cómo vivir juntos? ¿Cómo construir una convivencia sin alienación? ¿Cómo no transformar la soledad humana en exilio? La religión es el cantar de nuestras utopías, pero no se dan utopías que no sean colectivas. Tu gesto ahoga la voluntad de vivir juntos y transforma nuestra soledad en exilio. Así, la fe se convierte en pura locura, nuestra religión es secuestrada por la violencia, todo se confunde hasta no poder separar la belleza de la fealdad, el bien del mal.

Al respecto quisiera releerte un pasaje de las Iluminaciones de la Meca, de Ibn Arabi, muerto en 1240:

El qadi Abdelwahad al Azdi al Isqandari me contó lo ocurrido en la Meca en 599: "Yo vi en mi sueño a un hombre pío poco después de su muerte, y le pregunté: '¿Qué has visto?'. Entonces me contó algunas cosas, y me dijo, además: 'He visto unos libros que estaban arriba, y unos libros que estaban abajo'. Le pregunté: 'Pero ¿qué eran entonces esos libros de arriba?'. 'Eran unos libros de Hadith'. '¿Y los libros de abajo?', le pregunté de nuevo. Él me respondió: 'Eran unos libros que expresan opiniones personales (ray), sobre las cuales sus autores deberían rendir cuentas'. Constaté así que se trataba de un asunto grave. 'Has de saber -¡y que Dios te asista!- que la shari'a es el camino blanco, el camino de la felicidad, es la vía de la beatitud. Aquel que sigue esta vía está salvado, y aquel que la abandona está perdido".

"Cuando fue revelado el versículo 'Ésta es Mi vía recta' (Corán, sura 6, versículo 153), el Mensajero de Dios trazó una línea sobre el suelo, luego dibujó varias líneas a la izquierda y a la derecha de ésta. Después, poniendo el dedo sobre la línea, empezó a decir: '¡Ésta es mi vía, en su rectitud! Seguidla, y no sigáis las pistas'. Él mostró entonces las líneas que había trazado, a derecha y a izquierda de aquella línea -'puesto que ellas os alejarían de Su vía'- y Él indicó la línea derecha".

"De Salé, ciudad del Magreb situada a orillas del océano Atlántico, se relata que allí termina la tierra y que después de ella no hay otras comarcas. Un hombre pío me contó: 'He visto en sueños un sendero blanco, no accidentado, sobre el cual se extendía una luz uniforme. He visto también a la derecha y a la izquierda de este sendero unos fosos, unos caminos, unos precipicios, todos rodeados de espinas, por los que no se podía caminar a causa de su estrechez, de la dificultad del terreno, del gran número de espinas que allí se encontraban y de la oscuridad que allí reinaba. Yo vi que la gente tomaba estos caminos en la noche cerrada, y abandonaba el sendero blanco no accidentado. Por este sendero caminaba el Mensajero de Dios, acompañado por un pequeño grupo. Él miraba hacia aquellos que estaban detrás de Él. En un grupo se encontraba, muy atrás, un jeque, un maestro eminente en el campo de los sueños, a cuyo hijo he conocido. Habiendo oído al profeta decirle: '¡Lanzo una apelación a los hombres a fin de que ellos vuelvan a la recta vía!', el jeque alzó la voz sin obtener respuesta: '¡Volved a la recta vía, volved!', dijo. Pero nadie respondió y nadie volvió a la recta vía".

Este pasaje resume la enseñanza de Ibn Arabi, que muestra el acercamiento a Dios a través de libros y maestros que traicionan su espíritu: la recta vía, el conocimiento y, por tanto, la realización espiritual del hombre no pueden producirse más que a través de la vía del corazón. Asúmelo: el secreto está en tu corazón, y para conocerlo debes contemplar un misterio que sólo tú puedes desvelarte a ti mismo a lo largo de un paciente camino por la recta vía, paso a paso, en los instantes de tu vida. Ello te impulsa a amar el conocimiento y a acercarte cada vez más al misterio; pero para hacerlo se necesita humildad, como afirma la sura 17 (El viaje nocturno), versículo 37:

"No vayas por la tierra con insolencia, que no eres capaz de agrietar la tierra, ni de alzarte a la altura de las montañas".

En otro pasaje, Ibn Arabi nos hace entender qué peligros asedian a un alma gobernada por las pasiones destructoras:

"Has de saber que cuando las pasiones dominan el alma y los sabios buscan los honores de sus soberanos, ellos abandonan el 'sendero blanco', y se dirigen hacia interpretaciones laxistas para satisfacer los deseos que la pasión inspira en los reyes. De este modo, estos últimos pueden satisfacerlos, legitimándolos con un motivo legal. Y aunque el jurista mismo no cree en el recto fundamento de su decisión, pronuncia una fatwa en este sentido. (...) Sabe que Dios ha dado a Satanás un poder sobre la imaginación. Cuando Satanás se percata de que un faqih [jurista] tiene una cierta inclinación hacia una pasión que Dios reprueba, él le sugiere una interpretación inusual que haga pasar por bueno un acto malo, facilitándole el descubrimiento de una solución acomodaticia".

Nuestra revelación procede a menudo por alegorías, pero todo este aparato alegórico gira en torno a un punto fijo, central en todo el edificio coránico: la relación entre historia y verdad. Si existe una verdad única que se revela a los seres humanos, no se les impone nunca. El problema que tenemos, pues, no es tanto la búsqueda de la verdad, sino su profundización, su reconocimiento; no su contenido, sino su afirmación en la comunidad de los seres humanos. A menudo se ha afirmado que, en el Corán, la dimensión de la historia hace surgir la de la verdad, pero se ha subestimado cómo el objetivo del discurso coránico es hacernos tomar conciencia de un periodo augural, que pretende orientar al hombre hacia un tiempo en el que se pueda explicar la esencialidad humana, es decir, su debilidad, su fragilidad, su violencia, pero también su capacidad de superarla; porque aquel tiempo augural ilumina la naturaleza y la esencialidad del hombre, más allá de las pertenencias lingüísticas, religiosas y sociales. El Corán, pues, observa la historia y, por consiguiente, la fragilidad humana, pero también tiene una mirada que trasciende la historia y que recoloca al hombre en su relación con Dios. En la relación entre el Creador y sus criaturas se produce el reconocimiento de una verdad que supera las verdades históricas.

Estamos obligados a enfrentarnos con el mundo, y de ahí debe surgir todo diálogo. Así se expresa la revelación (Corán, sura 23, versículo 43):

"Ninguna comunidad puede adelantar ni retrasar su plazo".

El mundo y su destino

No podemos soslayar el hecho de que nuestra revelación construye el cuadro de una historia del mundo y de su destino. El hombre se encuentra en el centro de este itinerario, en cuanto sujeto de una continua mediación entre verdad e historia. Y es en la mediación connatural al hombre donde la verdad pasa a ser historia. Pero esta verdad se debe medir continuamente con la fragilidad del ser humano; él está inmerso en una ceguera constitutiva y permanente, y sólo cuando se vuelve consciente de esa ceguera puede ser salvado. La ceguera, intrínseca a la naturaleza humana, es también ausencia de conciencia: el hombre puede vivir en la presunción de poseer la verdad y de poderla imponer a toda la humanidad, volviéndola, de este modo, igualmente ciega. Cuando la ceguera dirige la vida del hombre, nacen los totalitarismos, las enormes violencias que afligen a la humanidad; y hoy nace también el terrorismo, que es ante todo un terrorismo del alma. Todo esto lleva al hombre a la renuncia, a la imposibilidad de concebir la esperanza.

Un suicida palestino de Hamás, con el fusil y el Corán, al anunciar su determinación de convertirse en hombre-bomba, que luego cumpliría.
Un suicida palestino de Hamás, con el fusil y el Corán, al anunciar su determinación de convertirse en hombre-bomba, que luego cumpliría.REUTERS

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