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IDA y VUELTA
Columna
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Guimerà en la ducha

Hace muchos años, un periódico deportivo de esta ciudad publicaba un cuestionario diario con destacados deportistas del momento. Una de las preguntas era "¿canta cuando se afeita?". Aquel interrogante ya no se estila, quizá porque los tiempos han cambiado y, en caso de mantenerse, debería reciclarse en un "¿canta cuando se depila?". Luego, la curiosidad por averiguar la capacidad vocal de los famosos se trasladó al mundo de la ópera. En los ochenta, era habitual que a tenores y sopranos les preguntaran en un tono que tenía maldita la gracia: "¿Canta cuando se ducha?". En eso pensaba cuando acudí a la representación de Mar i cel, un musical con argumento del barbudo y bigotudo Angel Guimerà interpretado por personajes que se afeitan, depilan y duchan poco, pero que cantan la mar de bien.

La obra de Dagoll Dagom, estrenada en 1988, ha vuelto y, después de unos meses en el Teatre Nacional de Catalunya, se ha instalado en el Victòria con voluntad de quedarse. Lleno. Música en directo. Veinte actores. Muchos niños entre el público, cumpliendo con la ilusionante tradición de que ciertos espectáculos se transmitan de padres a hijos. En el escenario, el famoso barco, pieza clave de nuestra escenografía nacional y protagonista de una historia de amor imposible entre un pirata musulmán y una cristiana de buena familia. Es un drama tan vigente que asusta comprobar que estamos peor que hace siglos. Cuando escuchas a los piratas cantar: "Som el braç armat de l'enviat d'Al.là", te entra un ataque de pánico histórico que conviene sofocar con el recurso, nada fiable, de la esperanza en la humanidad (el día en que Calixto Bieito dirija esta obra, ¿situará la acción en un locutorio del Raval o en una patera?).

Los actores cantan, y eso ayuda a digerir el contenido trágico del argumento: venganzas hereditarias, religiones enfrentadas y el gusto por utilizar la historia como campo de batalla. Hay crucifijos que esconden cuchillos, fanatismos simétricos, una actualización de conflictos eternos bastante más pedagógica que cualquier telediario y un grumete musulmán macho interpretado por una mujer que se enamora de un prisionero cristiano interpretado por un hombre. Entre el público, silencio, respeto y, al final, muchas ganas de aplaudir. No deja de ser un milagro que la gente aguante a un grupo de actores que se expresa cantando. No lo intenten en sus casas. Este tipo de espectáculos te contagia y puede que, al salir, te dé por emular a musulmanes y cristianos de ficción y empieces a expresarte mediante coros, arias y otras recetas melódicas de alta graduación. A mí me ocurrió. Al salir, pregunté a quienes me acompañaban: "¿Dónde está el coche?". Mi intención era hablar normal, pero me salió un susurro sentimental, idóneo para ser acompañado por un pianista con tendencia a abusar de los acordes menores. Los que salían del teatro también parecían poseídos por esta misma pasión y, a coro, preguntaban dónde estaba el autocar de Igualada o elogiaban las prestaciones vocales de la protagonista. Uno de los niños que me acompañaban me devolvió a la realidad. Resulta que uno de los personajes, el grumete, es un preadolescente que, por razones de explotación laboral infantil, interpreta una actriz y no un hombre haciendo de niño. Todo el mundo entiende esta licencia narrativa, pero los niños de verdad se hacen preguntas tan interesantes como ésta: "¿Si el grumete era una mujer y le da un beso en la boca a uno de los prisioneros, significa que son gays?". Es otra idea que, en adelante, podría tenerse en cuenta para futuras nuevas adaptaciones y relecturas de este clásico.

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