Seducción turca en Estambul y Capadocia
Ofertas a precios asequibles para un destino cercano y exótico
Hay quienes sostienen que nunca es bueno regresar a un lugar que te fascinó en el pasado, ya que los cambios ocurridos durante tu ausencia pueden llevar a un lamentable desengaño. Se equivocan. De hecho, ya sabemos desde Heráclito que nunca nos bañamos dos veces en el mismo río, pero soy de los que piensan que, aun a riesgo de caer en la decepción, vale la pena contrastar el pósito dejado en la memoria con la realidad actual, por muy distinta que ésta sea; entre otras cosas porque volver a un lugar idealizado durante años nos ayuda a suavizar la nostalgia y nos lleva a recuperar sensaciones que creíamos olvidadas para siempre. Tomemos, por ejemplo, el caso de Turquía. He regresado varias veces a Estambul, la última hace tan sólo unas semanas, desde el primer viaje que hice allí en los años ochenta; he regresado varias veces a la ciudad y he tenido la fortuna de poder ver sus distintas caras: ennegrecida en invierno por la calefacción de carbón, cubierta de un manto de tristeza por una llovizna sin fin, exultantemente festiva por una victoria futbolística, con los viejos tejados vestidos de blanco por una inesperada nevada y castigada por el sol implacable del verano. La ciudad era cada vez distinta, pero era siempre el mismo Estambul vibrante, a pesar del progreso acelerado vivido por Turquía en los últimos años, a pesar de la inevitable modernización y a pesar del aumento delirante de su parque móvil.
Han sido muchas las civilizaciones que han dejado su huella en la Capadocia y que han contribuido a darle ese aire irreal, o más bien surreal
Todavía existe una Capadocia con chimeneas de hadas llenas de magia, con cuevas donde los campesinos guardan sus aperos, con albercas donde recogen el agua de lluvia, con pequeñas capillas sin frescos, con caminos laberínticos
Todas las ciudades acaban por parecerse, con la excepción de Estambul. Basta con perderse por las abarrotadas calles que rodean el Gran Bazar, o con penetrar en el sobrecogedor recinto de Santa Sofía, para certificar que todo es posible en esta ciudad bella, sublime y caótica en la que Oriente y Occidente se dan la mano y en la que a cada paso el viajero siente literalmente el peso de la historia y del cruce de civilizaciones. Todo en Estambul es contraste: desde el luminoso interior de la mezquita Azul hasta los fascinantes mosaicos de San Salvador de Chora; desde el lujo otomano del palacio de Topkapi hasta la calma del mirador de Pierre Loti; desde la aventura que evoca la vieja estación del Orient Express hasta los salones señoriales del Pera Palas; desde los modernos escaparates del barrio de Beyoglu hasta el esplendor oriental del Gran Bazar; desde el constante ajetreo del puente de Gálata hasta las silenciosas calles del barrio sefardí, y desde la larga cicatriz de agua del Cuerno de Oro hasta los recónditos cafés o los bellos capiteles corintios, casi secretos, de la cisterna de Justiniano.
Todo en Estambul es contraste y magia, y más aún si nos concedemos el privilegio de navegar al atardecer por el estrecho del Bósforo, ese brazo de mar que separa dos mundos, Europa y Asia, en el que decrépitos palacios de madera se alternan con lujosas mansiones restauradas y con los restaurantes del barrio de Besiktas, la plataforma ideal para contemplar cómo el manto de la noche va amparando lentamente a Estambul. Desde la terraza, mientras disfrutamos de un humus, de un cacik, de un kebab o de un pescado fresco, y mientras resuena de fondo el canto inflamado de los almuédanos, podremos asistir al inigualable espectáculo de un crepúsculo, mitad europeo, mitad asiático, que difumina el perfil de los numerosos palacios y mezquitas hasta convertirlos en sombras agazapadas que naufragan en medio de un embrujo inequívocamente oriental.
Un viaje de 700 kilómetros
No resulta fácil sustraerse al ambiente de Estambul -una ciudad que invita a deambular por sus calles repletas de una multitud abigarrada, de vendedores cargados con todo lo imaginable, de un caos embriagador y de un misterio insondable-, pero vale la pena hacerlo para viajar hasta otra de las joyas de Turquía: Capadocia, una región con paisajes de otro mundo que se alza como una joya secreta en el corazón de la península de Anatolia, a 700 kilómetros de distancia.
Confieso que, al cruzar el largo puente que separa Europa de Asia, a más de sesenta metros de altura sobre el Bósforo, me entró la duda de si hacía bien regresando a Capadocia, una región que me había maravillado veinte años atrás y que ahora, según me habían dicho, el turismo de masas había cambiado mucho. ¿Encontraría todavía aquellos pueblos ensimismados al pie de una colina carcomida por el paso de los siglos y por la mano del hombre? ¿Podría escuchar de nuevo el silencio centenario de las cuevas transformadas en viviendas? ¿Sentiría la misma emoción al contemplar los frescos de las iglesias rupestres? Todas esas preguntas me asediaban como prólogo de un largo camino hacia Capadocia marcado por un paisaje de trigales extensísimos, lagos salados de una luminosidad cegadora, bosques breves, carreteras vacías y pueblos miméticos de casas bajas presididos por estilizados alminares.
Llovía cuando llegué a Nevsehir, caía una lluvia intensa que desdibujaba el paisaje y borraba el horizontes de montañas; pero, aun así, Capadocia se me apareció desde el primer momento, tal como ya me había sucedido en el pasado, como un mundo aparte: un paisaje de formas estrambóticas esculpido a lo largo de los siglos por el viento y la lluvia sobre un cúmulo de lava, cenizas y barro originado millones de años atrás por la erupción de dos volcanes: el Erciyes (3.916 metros) y el Hasan (3.268 metros). Sabía, aunque en aquel momento no se dejaran ver, que ambos volcanes seguían reinando con sus cumbres nevadas sobre aquella región de valles inquietantes, chimeneas de hadas, pináculos coronados por rocas en frágil equilibrio, riscos y colinas con centenares de cuevas excavadas, laberínticas ciudades subterráneas, fortalezas inexpugnables y formaciones de conos gigantes que semejan, bajo la luz dorada del crepúsculo, procesiones de monjes petrificados.
Han sido muchas las civilizaciones que han dejado su huella en Capadocia a lo largo de la historia: asirios, hititas, frigios, mongoles, persas, sirios, kurdos, armenios, eslavos, griegos, romanos, turcos... Todos ellos han contribuido a darle ese aire irreal, o más bien surreal, próximo en algunos momentos a la imaginación desatada de un Gaudí o de un Dalí. De hecho, cuenta Juan Goytisolo en Aproximaciones a Gaudí en Capadocia que llegó a soñar, quién sabe si influido por la ingestión de extrañas hierbas, que se encontraba por esas tierras con un Gaudí centenario que se sentía muy a gusto en medio de un paisaje en el que no desentonarían las torres de la Sagrada Familia o los sueños pétreos del parque Güell.
El valle de Göreme
Es sobre todo en el triángulo mágico formado por los pueblos de Ürgüp, Göreme y Avanos donde se encuentra la Capadocia más espectacular, y es en el valle de Göreme donde un gran museo al aire libre concentra el mayor número de iglesias y, en consecuencia, de turistas. Si bien las viviendas troglodíticas ya existían de tiempo atrás, fue sobre todo a partir del siglo IV, cuando Constantino fijó en Constantinopla la capital de su imperio y cuando empezó a extenderse el monaquismo, cuando empezaron a proliferar las ermitas y monasterios en Capadocia. El terreno lo permitía, y los conos gigantes, algunos de más de treinta metros de altura, eran como gigantescas capuchas que parecían hechas a propósito para albergar en su base amplias cuevas dedicadas al culto. Durante toda la época bizantina (hasta el siglo XV) se construyeron más de 400 iglesias en Capadocia, como si los cristianos buscaran la manera de contrarrestar la fuerza pagana que la naturaleza exhibía en aquel lugar. Cuando arreciaron los ataques forasteros se construyeron fortalezas inexpugnables en las rocas más altas, como la de Uchisar, o se excavaron laberínticas ciudades claustrofóbicas muchos metros bajo tierra. El resultado es la Capadocia que hoy se muestra a los ojos del viajero: una mezcla de paisaje desbordante con increíbles habitáculos humanos.
Previo pago de entrada, y siguiendo caminos bien marcados, en el valle de Göreme pueden visitarse capillas tan espectaculares como la San Eustaquio, decorada con pinturas que se remontan al siglo XI; o la de la Serpiente, en la que aparece el emperador Constantino y un san Jorge de la leyenda luchando contra una gran serpiente; o la Oscura, donde se conservan en muy buen estado una serie de frescos con episodios de la vida de Jesús. En Zelve se repite la contemplación de iglesias maravillosas, y en la misma población de Göreme puede visitarse la iglesia de Tokali, la mayor de la región.
Tengo que confesar que, aun estando ante el mismo paisaje maravilloso de veinte años atrás, y en las mismas capillas rupestres, había algo en la Capadocia de ahora mismo que me agobiaba: los demasiados turistas llegados de todas partes; las largas formaciones de autocares que habían sustituido a las románticas procesiones de burros; las carreteras de cuatro carriles que hendían el paisaje; las aglomeraciones ante las ermitas; los circuitos marcados; los numerosos tenderetes de recuerdos que parecían sitiar a las chimeneas de las hadas; la proliferación de guías y de agencias de viaje, de restaurantes turísticos, de hoteles con supuesto encanto, de excursiones en globo, de fábricas de ónice, de tiendas de alfombras y de falsos derviches giróvagos. Todo aquello repercutía en una pérdida de autenticidad que casi me llevó a aceptar que cualquier tiempo pasado fue mejor y que la Capadocia de veinte años atrás era mucho más mágica.
Estaba ya dispuesto a admitir el triunfo del desencanto, la derrota impuesta por el implacable paso del tiempo y el avance del turismo de masas, cuando un atardecer me dio por pasear en solitario por el valle de Göreme, lejos del pueblo y del urbanizado museo al aire libre. Fue allí, caminando entre viñas y huertos por senderos abruptos, donde me encontré de nuevo con la magia de la Capadocia de veinte años atrás; fue allí, lejos de las rutas más turísticas, donde certifiqué que todavía existe esta Capadocia que no necesita de grandes monumentos para reivindicarse: una Capadocia con chimeneas de hadas llenas de magia, con cuevas donde los campesinos guardan sus aperos, con albercas donde recogen el agua de lluvia, con pequeñas capillas sin frescos, con caminos laberínticos donde todavía es posible volver a sentir las emociones del pasado.
Columnas esculpidas
Se puede repetir la experiencia en el valle de las Palomas (en los alrededores de Uchisar), en el valle de Zelve o en otros paisajes de la región. Cierto que allí no hay ni iglesias con columnas esculpidas, ni pinturas espectaculares como las del museo al aire libre de Göreme; pero son lugares donde el caminar en solitario lleva a una impagable comunión con un paisaje todavía no masificado, al tiempo que de algún modo permite conectar, aunque sea por unas horas, con las pretéritas sensaciones de los eremitas.
La lección fue clara: la Capadocia más espectacular, la de las postales y folletos de promoción, sigue estando allí donde se concentran las iglesias rupestres, los autocares y los grupos de turistas; pero la auténtica Capadocia se encuentra caminando fuera de los circuitos hollados, perdiéndose como uno puede hacerlo por las calles de Estambul en busca de emociones y de sorpresas. Fue así como me reconcilié con Capadocia, y como confirmé, una vez más, que es bueno regresar a los lugares que te han maravillado; sólo así puedes sumar, al privilegio de contemplar un paisaje único, un desorden de recuerdos que se superponen, y la sensación de descubrir, bajo la capa de un aparente parque temático, emociones similares a las del pasado.
Y para terminar este paseo por Capadocia, después de unas cuantas caminatas impregnadas de algún modo por la mística sufí, no hay nada mejor que acudir a un hamam, un baño turco con masaje incluido en el que se borran todas las neuras, y el cuerpo y la mente parecen quedar listos para nuevas experiencias. Yo fui al de Avanos, y la experiencia valió la pena. Era, por supuesto, un hamam mucho más moderno y menos rústico que el de Ürgüp veinte años atrás, pero la sensación de bienestar con la que volvías a la calle seguía siendo la misma.
- Xavier Moret (Barcelona, 1952) ganó el Premio Grandes Viajeros 2002 con La isla secreta. Un recorrido por Islandia (Ediciones B).
GUÍA PRÁCTICA
Prefijo telefónico de Turquía- 00 90.
Cómo ir
Iberojet (www.iberojet.es y en agencias) ofrece paquetes de viaje a Estambul, siete noches en hotel de cinco estrellas en régimen de alojamiento y desayuno, a partir de 495 euros en julio, con vuelos de ida y vuelta todos los lunes desde Barcelona, Bilbao, Madrid y Valencia, y desde 596 euros en agosto. Con Politours (en agencias, www.politours.com) se puede viajar a Estambul siete noches en vuelo especial a partir de 370 euros, en hotel de tres estrellas en régimen de alojamiento. También ofrece un combinado de Estambul y Capadocia, de siete noches en hoteles de tres y cuatro estrellas, a partir de 560 euros. Incluye desayunos, y en Capadocia, pensión completa. Last Minute (www.es.lastminute.com) propone combinados a Estambul y Capadocia a partir de 537 euros saliendo de Madrid, y hoteles de tres estrellas, hasta octubre.
- Una buena opción para viajar por Turquía a su aire es la autocaravana. El Salón del Caravaning, que se celebrará en Barcelona del 1 al 9 de octubre, es el mejor escaparate para informarse.
Dormir en Estambul
- Hotel Pera Palas (212 251 45 60 www.perapalas.com). Mesrutiyet, 98-100. Mítico hotel donde se alojaban los viajeros del Orient Express. La doble, desde 120 euros.
- Hotel Arena (212 458 03 67; www.arenahotel.com). En Küçükayasofya Mah. Sehit Mehmet Pasa Yokusu Ucler Hamam Sk., 13-15. Muy cerca de Santa Sofía, doble a partir de 110 euros.
- Grand Londra (212 245 06 70; www.londrahotel.net). Mesrutiyet, 117. Hotel antiguo, de finales del XIX. A partir de 70 euros la doble.
Comer en Estambul
Los restaurantes populares están bien de precio (entre 10 y 15 euros). Dentro del Bazar Egipcio hay algunos que valen la pena. Fuera, se recomienda:
- Hanedan. En el barrio de Besiktas. Comida típica turca con terraza con vistas al Bósforo.
- Restaurante Gálata. En el barrio de Beyoglu. Especialidades turcas con música en vivo.
Dormir en CAPADOCIA
Esbelli Evi. En Ürgüb. Hotel con encanto situado en una cueva. A diez minutos del centro. Desde 180 euros.- Ottoman House Hotel. En Göreme. Un tres estrellas instalado en una vieja mansión otomana. A partir de 40 euros. Motel Dolunay En Göreme. Ideal para cámping y caravanas. Habitaciones muy sencillas desde 20 euros. Kelebek. En Göreme. Hotel instalado en una cueva, con buenas vistas sobre la ciudad. Entre 80 y 120 euros.
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