Vinokúrov, un hombre de carácter
El kazajo ataca en los últimos kilómetros y el pelotón acaba por los suelos en la última curva
El Tour guardará hoy, en la salida de Luneville, un minuto de silencio por los atentados de Londres. Es una de las mínimas ocasiones en que la realidad, la vida misma, dura y triste, la muerte, penetra en esta burbuja falsa, autónoma y autosuficiente. A algunos corredores a veces también la realidad les alcanza, la vida que han dejado en sus pueblos, en sus casas. A Paco Mancebo, por ejemplo, ayer le llegó vía MMS, mensaje de móvil con imagen, una carita arrugada llamada Paula, su hija recién nacida, 2,900 kilos. El pelotón partió estremecido por lo que iba sabiendo de Londres y Mancebo, el español que siempre está y al que nunca se ve, en su propia nube. Y bien abrigado.
Anunciaron canícula, previeron los meteorólogos calores increíbles, y los ciclistas, asustados, se pasaron junio perdiendo kilos como posesos. Finito se gasta menos, se sufre menos. Y por el norte de Francia, en sus chubasqueros, con manguitos, perneras y dientes entrechocándose, bajo la lluvia, contra la lluvia, recuerdan las grasas, las pocas grasas que se pueden permitir, con añoranza. El Tour, la burbuja que recorre Francia en en el mes de julio, es, cuando recupera la inmunidad frente a la realidad, el carácter, de sus corredores, de sus directores deportivos. Todos se parecen, pero cada uno es un mundo, y ninguno tan alejado como el de Basso y Vinokúrov, dos de los pretendientes. Uno sigue el guión, el otro lo inventa cotidianamente.
Mengin, agobiado, tomó la última curva como si fuera la última de su vida y patinó, se fue al suelo
Basso, paciente, trabajado, sencillo, un óleo al que le faltan dos pinceladas -eso dice Gianni Mura, el maestro de La Repubblica-, mantiene su sonrisa divertida, amable, mira directo a los ojos del interlocutor que le espeta: "Me dice un amigo que tienes que decir que eres el único rival de Armstrong". "Qué cachondo", dice entre dientes. "Pues no, no lo voy a decir. Soy simplemente uno de los rivales, no el único". Su director, Bjarne Riis, habla de paciencia, de montaña, de momentos importantes, habla de atacar a Armstrong, habla, habla... Y Basso se cae -se cayó el miércoles, en el avituallamiento-, y Basso pincha -pinchó ayer: la gravilla de la carretera, suelta por la lluvia, pegajosa, se clava en sus tubulares, se introduce entre llanta y caucho y seda-, y su equipo, el tremendo CSC, se organiza como en la contrarreloj, y trabaja todos los días.
Vinokúrov mira fijo con sus ojos claros, tan translúcidos en los días húmedos como el azul turquesa de su maillot de campeón de Kazajstán, y no habla, no habla antes de las carreras. Vinokúrov actúa. Habla su director, Walter Godefroot, al que le toca la difícil tarea de conciliar en el mismo equipo al kazajo indómito y al Ullrich apacible. Habla pero no dice gran cosa. "¿A quién quiere más, señor Godefroot? ¿En quién confía más?" "¿Y cómo voy a contestar a eso?", responde. Lo dice tranquilo, antes de que llegue el momento del sobresalto.
Armstrong teme a Vinokúrov, impaciente, imprevisible, violento, brutal, capaz de arriesgar todo un Tour por un triunfo de etapa, capaz de obligar a todos a mantener la respiración, a cruzar los dedos, a encoger el corazón, temerosos de sus arranques, de su humor. A Armstrong le defienden su equipo, Johan Bruyneel, su director, que a través del pinganillo le radia la carrera, le anticipa el recorrido, copiloto de rallies, Luis Moya, curva cerrada, rotonda, crash... Pero todo ello, todo su equipo, toda la técnica, la preparación, no le sirven de nada cuando el kazajo escucha a sus piernas, oye la respiración de los rivales, huele su sudor en la cota de cuarta, la de Maron se llama, la primera del Tour de asfalto rugoso, la primera en la que el pelotón se rompió, se impacienta y cuando entra en la ciudad ataca. A dos kilómetros de la llegada.
"No fue premeditado", aclaró, "vi cómo estaba el pelotón y pensé que era una buena oportunidad para ganar una etapa. No intentaba otra cosa". Vinokúrov salió de una curva bajo los cables del trolebús en la avenida de Nancy, la ciudad de Michel Platini, se abrió a la izquierda y atacó. La primera consecuencia de su movimiento, un magnífico contrapié que dejó congelado a un pelotón en el que la banda de los sprinters aún no había tomado posiciones, fue la deseada: Christophe Mengin, el regional de la etapa, el superviviente de la escapada del día, vio su ventaja multiplicarse por cero. La segunda fue indeseada, catastrófica para casi todos y magnífica para Lorenzo Bernucci, un italiano de 25 años que disputa su primer Tour y que consiguió la primera victoria de su carrera. Y fue así: Mengin, agobiado, tomó la última curva, course Leopold con place Carnot, como si fuera la última curva de su vida, desesperado. Patinó en la brea mojada, se fue al suelo. Vinokúrov, a su rueda, se salvó por los pelos, pie al suelo; Bernucci, más atrás, lo sorteó magníficamente, realizó un interior a lo Fernando Alonso y se fue recto a por la victoria. A sus espaldas, el cataclismo, medio pelotón por los suelos. De pie, entre ellos, su compañero Cancellara. Parado, la bicicleta un amasijo en el suelo, la boca pegada al micrófono de su pinganillo: "¡corre! ¡Vamos! ¡Nadie te sigue!".
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