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Reportaje:LECTURA

¿Puede EE UU exportar la libertad?

Cuando Thomas Jefferson [tercer presidente de Estados Unidos, 1801-1809] agonizaba en su mansión construida sobre una colina, Monticello, a finales de junio de 1826, escribió una carta en la que explicaba a los habitantes de la ciudad de Washington que estaba demasiado enfermo para participar en las festividades con las que iban a conmemorar el 50º aniversario de la Declaración de Independencia.

Con ánimo de inspirar a los congregados, les dijo que, un día, el experimento que habían iniciado él y los demás fundadores se extendería a todo el mundo.

"A unos sitios antes, a otros después, pero, al final, a todas partes", escribió; el autogobierno republicano surgido en Estados Unidos se convertiría en derecho inalienable de todas las naciones. El triunfo de la democracia en todo el mundo estaba garantizado, proseguía, porque "el ejercicio ilimitado de la razón y la libertad de opinión" convencería pronto a todos los hombres de que habían nacido no para ser gobernados, sino para gobernarse a sí mismos con libertad.

La libertad que representa Estados Unidos aspira a ser universal, pero siempre ha sido excepcional porque Estados Unidos es el único experimento democrático moderno que surgió de la esclavitud
La libertad iraquí también depende de algo igualmente complicado de medir: qué precio, en cuerpos y vidas de soldados, está dispuesto a pagar el pueblo estadounidense

Fue la última carta que escribió. Aquel apóstol de la libertad que era dueño de esclavos, aquel genio incomparable propenso al escándalo moral, murió 10 días después, el 4 de julio de 1826.

Es imposible desentrañar las contradicciones de la libertad en Estados Unidos sin pensar en Jefferson y el abismo espiritual que separa su pronunciamiento de que "todos los hombres son creados iguales" de la realidad de los seres humanos de los que era dueño, con los que se acostaba y a los que nunca concibió como conciudadanos.

La libertad que representa Estados Unidos aspira a ser universal, pero siempre ha sido excepcional porque Estados Unidos es el único experimento democrático moderno que surgió de la esclavitud. Desde la Proclamación de la Emancipación, en 1863, hasta la Ley de Derechos Civiles, de 1964, tuvo que pasar un siglo para que la promesa de la libertad americana empezara siquiera a respetarse.

A pesar del carácter excepcional de esta idea de libertad, todos los presidentes de Estados Unidos han proclamado su deber de defenderla en otros lugares, como derecho inalienable y universal de la humanidad.

John F. Kennedy [presidente de 1961 a 1963] se hizo eco de Jefferson cuando, en un discurso pronunciado en 1961, dijo que la propagación de la libertad en el extranjero estaba impulsada por "la fuerza del derecho y la razón"; sin embargo, proseguía con un tono serio y pragmático, "la razón no siempre convence a los hombres irracionales".

El jugador de Tejas

El contraste entre Kennedy y el actual ocupante de la Casa Blanca es llamativo. Hasta George W. Bush, ningún presidente estadounidense había llegado a arriesgar su presidencia sobre la premisa de que Jefferson podría tener razón. Sin embargo, este jugador de Tejas ha apostado su lugar en la historia por ese principio.

Si la democracia arraiga en Irak y se extiende a todo Oriente Próximo, a Bush se le recordará como un visionario sincero. Si Irak fracasa, será su Vietnam, y ninguno de los demás aspectos de su mandato importará mucho.

Las consecuencias serán más positivas si el presidente empieza a mostrar alguna preocupación por la discrepancia entre sus palabras y las acciones de su Gobierno. Es verdad que el presupuesto del Fondo Nacional para la Democracia se ha duplicado, pero sigue siendo de sólo 80 millones de dólares al año.

No obstante, aunque hubiera más dinero, existen tales dudas en Oriente Próximo sobre la sinceridad del presidente -después de 60 años de presidentes de Estados Unidos que se han dedicado a adular a los tiranos de la región-, que cada dólar invertido en democracia para la región corre el peligro de perjudicar la causa que se supone que debe apoyar.

Luego están los prisioneros, el hombre encapuchado con cables que cuelgan del cuerpo, ese símbolo universal del abismo entre el ideal de la libertad americana y la sórdida -y criminal- realidad de las detenciones y los interrogatorios en Estados Unidos. Ante el ejemplo repugnante de esos malos tratos, toda la palabrería sobre democracia parece una serie de frases huecas.

El hecho de que no se condene por estos delitos a nadie por encima del rango de sargento hace que muchos estadounidenses y gran parte del mundo se pregunten si la visión que tenía Thomas Jefferson de Estados Unidos no ha degenerado en una ideología de la autocongratulación, cuya función ya no es inspirar sino mentir.

Sin embargo, si la visión de Jefferson fuera sólo eso, una ideología de la autocongratula-ción, nunca habría movido a los estadounidenses a esforzarse para reducir las diferencias entre el sueño y la realidad. Pensemos en la fuerza explosiva que ha tenido la innegable verdad de Jefferson. Primero los hombres blancos de clase trabajadora, luego las mujeres, luego los negros, luego los discapacitados, luego los homosexuales; todos han utilizado sus palabras para exigir que se cumpliera la promesa que hasta entonces se les había negado.

Las palabras de Jefferson también han tenido enorme fuerza en otros países. Hombres y mujeres estadounidenses murieron en dos guerras mundiales convencidos de que habían luchado para restaurar la libertad de otros. Y tenían razón. Bill Clinton homenajeó a los que murieron en la playa de Omaha con estas palabras: "Nos dieron nuestro mundo". Es verdad, literalmente: una Alemania democrática, una Europa increíblemente próspera y en paz. Los hombres que murieron en Iwo Jima legaron a sus hijos un Japón democrático y sesenta años de estabilidad en toda Asia.

Estas hazañas hicieron que los estadounidenses se atribuyeran el mérito de todo lo bueno que ha ocurrido desde entonces, sobre todo el hecho de que existan en el mundo más democracias que en ningún otro momento de la historia. El lenguaje presuntuoso de Jefferson hace difícil mostrar la debida modestia histórica, pero eso es precisamente lo que hace falta.

La expansión de la libertad

La expansión mundial de la libertad debe menos a Estados Unidos que a un contagio del valor cívico entre unos lugares y otros: empezó con Portugal y España, cuyos habitantes acabaron con sus dictaduras en los años setenta; siguió con los europeos del Este, que se deshicieron del comunismo en los noventa, y continúa con los georgianos, serbios, kirguisos y ucranios, que han derrocado Gobiernos autocráticos postsoviéticos desde entonces. En muchas ocasiones, Estados Unidos tuvo un papel directo muy escaso en estas revoluciones, pero sí hubo funcionarios, espías y activistas estadounidenses que dieron luz verde al cambio de régimen iniciado desde la calle.

Esta inclinación democrática de la política exterior estadounidense es reciente. Los latinoamericanos se acuerdan de cuando la presencia de Estados Unidos significaba el apoyo a escuadrones de la muerte y Juntas militares. Ahora, en Oriente Próximo y otros lugares, cuando las amas de casa iraquíes enseñan con orgullo sus dedos violetas al salir de los colegios electorales, cuando los afganos hacen cola discretamente para votar en sus pueblos, pocos musulmanes demócratas creen que si tienen una voz libre es gracias a Estados Unidos. Pero muchos saben que si no les han callado, al menos no todavía, es porque parece, por primera vez, que Estados Unidos apuesta verdaderamente por ellos y no por los autócratas.

El responsable de haber vinculado la libertad de otros pueblos y el interés nacional de Estados Unidos es el terrorismo. Pero no todo el mundo opina que la democracia en Oriente Próximo vaya a servir para que Estados Unidos sea más seguro, ni siquiera a medio plazo. Y proclamar que la libertad es el proyecto de Dios para la humanidad, como afirma el presidente, no hace que sea verdad.

Y, sin embargo, últimamente se ha oído a más de un dirigente mundial preguntar a sus asesores: "¿Y si Bush tiene razón?".

Quizá otros líderes democráticos sospechan que Bush tiene razón, pero eso no quiere decir que se unan a su cruzada. Nunca han existido más democracias. Pero nunca ha estado más solo Estados Unidos a la hora de extender la promesa de la democracia.

Puede ser que otros países tengan más presente el recuerdo de sus propios proyectos imperiales fracasados. Lo que resulta especial en el sueño de Jefferson es que se trata de la última ideología imperial que queda en el mundo, la única aspiración de una nación a tener importancia universal que pervive. Todas las demás -la soviética, la francesa y la británica- están ya en el montón de cenizas de la historia. Ésa puede ser la razón de que lo que muchos estadounidenses no consideran más que una muestra de buenas intenciones represente, incluso para sus aliados, un ejemplo ilusorio de soberbia.

Lo malo es que, aunque nadie quiere que venza el imperialismo, nadie que esté en su sano juicio puede pretender tampoco que fracase la libertad.

En otros tiempos, los demócratas progresistas eran los guardianes del mensaje de que había que exportar la democracia estadounidense al mundo, y los republicanos conservadores, los realistas que se oponían.

La reorientación de Reagan

Fue Reagan quien inició la reorientación de la política de Estados Unidos y transformó a los republicanos en internacionalistas jeffersonianos con el discurso que pronunció en Londres, en el palacio de Westminster, en 1982, del que derivó la creación del Fondo Nacional para la Democracia y la aparición de la extensión de la democracia como objetivo central de la política exterior estadounidense. Por aquel entonces, muchos realistas conservadores defendían la distensión, la política de evitar riesgos y, por tanto, aplacar a la fiera soviética. Al ver que los republicanos adoptaban las ambiciones de Jefferson sobre Estados Unidos en el extranjero, los progresistas decidieron retirarse o mostrar su desprecio.

La campaña presidencial de John Kerry no fue capaz de superar la mortal incapacidad del sector progresista estadounidense para conectar con la fe elemental del electorado en el ideal de Jefferson. Por el contrario, se presentó en 2004 como un realista prudente y enemigo de los riesgos, a pesar -o tal vez a causa- de haber luchado en Vietnam. El carácter precavido de Kerry nació en el [río] Mekong. El peligro y la muerte que allí encontró le dieron buenas razones para preferir el realismo y el deseo de evitar riesgos a la soberbia.

Sin embargo, el debate actual no consiste sólo en la diferencia entre correr riesgos y ser prudentes. Consiste en las diferentes opiniones sobre si los valores de Estados Unidos merecen ser calificados de universales. A muchos estadounidenses conservadores, la actitud actual de los progresistas sobre el impulso de las libertades democráticas -nos gusta lo que tenemos, pero no tenemos derecho a fomentarlo en otros- les parece un relativismo complaciente y timorato, timorato porque no levanta un dedo para ayudar a quienes desean huir de la tiranía, y relativista porque parece haber abandonado la idea de que todo el mundo desea ser libre. A juzgar por los resultados de las elecciones del año 2004, la mayoría de los estadounidenses no quieren que les digan que Jefferson estaba equivocado.

Los activistas, expertos y burócratas que se dedican a promover la democracia hablan, a veces, como si la democracia fuera una muestra de tecnología, como una bomba de agua que no necesita más que la instalación adecuada para funcionar en climas extraños. Otros insinúan que el fomento de la democracia exige sensibilidad antropológica, una comprensión detallada del juego infinitamente complejo de la política exterior (en este caso, iraquí).

Pero la libertad iraquí también depende de algo igualmente complicado de medir: qué precio, en cuerpos y vidas de soldados, está dispuesto a pagar el pueblo estadounidense.

Repatriación de soldados

Según los altos mandos de Estados Unidos, hasta dentro de dos años, por lo menos, no podrá empezar a producirse una repatriación sustancial de los soldados que están en Irak. El goteo constante de bajas constituye ya el débil ruido de fondo de la política estadounidense actual. A medida que el ruido aumente de volumen, es posible que pronto acabe por ahogar todo lo demás. En la base de la Fuerza Aérea en Dover, por las rampas de los aviones de carga se deslizan ataúdes cubiertos con banderas que parten hacia su último viaje de regreso, a los cementerios de todo el país. En algún rincón de la mente de todo estadounidense, esos ataúdes plantean una sencilla pregunta: ¿Merece la pena esto por la libertad de Irak?

Sería excelente que, un día, 26 millones de iraquíes pudieran vivir sin miedo en un país que sea verdaderamente suyo. Pero también habría sido un noble sueño que los survietnamitas hubieran sido capaces de resistir ante las divisiones acorazadas de Vietnam del Norte y conservar la libertad que tenían. Lyndon Johnson dijo que el motivo de la presencia de Estados Unidos era "el principio por el que lucharon nuestros antepasados en los valles de Pensilvania", el derecho de las personas a escoger su propia vía hacia el cambio. Sueño noble o no, el precio resultó demasiado alto.

No hay nada peor que pensar que un hijo, una hija, un hermano, una hermana, un padre o una madre ha muerto en vano. Ni siquiera los que han estado siempre en contra de la guerra de Irak, los que creen que la esperanza de implantar la democracia ha empujado a Estados Unidos a una locura criminal, quieren decir a quienes han muerto que han dado la vida a cambio de nada. Para eso está el sueño de Jefferson. Su propósito fundamental en la vida de nuestro país es redimir las vidas perdidas, rescatar los sacrificios del olvido y la inutilidad y otorgarles un fin luminoso.

La auténtica verdad sobre Irak es que no sabemos -todavía- si el sueño va a servir de algo en esta ocasión. Ésa es la triste pregunta pendiente en Estados Unidos ahora que se acerca el 4 de julio.

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia

El portaaviones <i>Nimitz </i>leva anclas en San Diego para poner rumbo a Irak en marzo de 2003, poco antes de iniciarse la invasión estadounidense de aquel país.
El portaaviones Nimitz leva anclas en San Diego para poner rumbo a Irak en marzo de 2003, poco antes de iniciarse la invasión estadounidense de aquel país.REUTERS
Bush visita a los soldados que combaten en Irak el 27 de noviembre de 2003.
Bush visita a los soldados que combaten en Irak el 27 de noviembre de 2003.AP

Michael Ignatieff

Colaborador de 'The New York Times Magazine', ocupa la cátedra Carr de Derechos Humanos en la Escuela Kennedy de Gobierno de la Universidad de Harvard. Su obra más reciente es 'El mal menor'. En este ensayo analiza la visión de la libertad desde la perspectiva de Estados Unidos.

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