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Columna
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Los Delibes

Manuel Rivas

A lo largo de la segunda mitad del siglo XX, el brote de las hojas de los árboles se ha adelantado dieciséis días y la caída se ha retrasado trece días. Entre 1952 y el 2000, el invierno, como promedio, ha sido un mes más corto. Oigo que se lo cuenta Miguel Delibes de Castro, científico y conservacionista, a su padre, Miguel Delibes, escritor y amante de la naturaleza. Digo que los oigo y es verdad. El libro que recoge su conversación, La tierra herida, es una obra tan viva que habla cuando la lees, de tal forma que lo escrito entra de verdad en las palabras, a igual que se contaba de Degas: que lo dibujado entraba en el dibujo.

"Nos estamos aventurando en lo desconocido", dice Miguel hijo, citando a los mejores expertos. Como posible lema de una agencia de viajes, no parece mal programa. Aplicado al incremento del efecto invernadero, al enloquecimiento del clima por la locura humana, lo desconocido es un dulce eufemismo de la gran pesadilla del futuro. Ocurre que padre e hijo no hablan con la intención de atemorizarnos. Incluso Ciorán, militante del pesimismo, denostaba los relatos que fulminan a sus personajes. No. A Miguel hijo, cuando era director de la Doñana, alguien le dio un magnífico consejo: "No olvides los asuntos importantes por ocuparte de los urgentes". Y lo que consiguen aquí, un padre y un hijo, es la conversación más inteligente que estos días podemos compartir en la España del pensamiento canicular. La que afronta lo importante como urgente. Frente al equívoco antropocéntrico de que hemos avanzado en exceso, la verdad humilde de que la humanidad ha avanzado poco, dicho a la manera irónica de León Felipe: el barro "no está bien cocido todavía".

Ese barro humano "mal cocido" es tal vez lo que explique que los actuales gobernantes de la mayor potencia consumidora y contaminante del mundo se nieguen a suscribir el protocolo de Kioto para hacer frente al cambio climático. Pero también en ese detalle el libro es sutil. Porque el nombre que recordamos al cerrarlo no es de George W. Bush, sino el de Pere Comas, de Cardedeu, que durante cincuenta años anotó cuidadosamente las fechas en que nacían y morían las hojas de los árboles.

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