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Columna
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El armario mágico

Me han limpiado el aura.

Al cruzar la estación de Atocha me topo con el XIX Foro Internacional de Ciencias Espirituales. Primero paso de largo, pero al rato vuelvo sobre mis pasos. La amiga que me acompaña me sigue de mala gana. Una extraña fuerza tira de mí. ¿Curiosidad? ¿Los poderes concentrados en el recinto? Son las cuatro de la tarde y, según llegan los videntes, van sacando de sus bolsos bolas de cristal y barajas. Los clientes agolpados en la entrada van pasando. Y todas las mesas y cabinas se ocupan. Todas menos una, donde una espiritista con turbante se queda sola y desconcertada. Al parecer, los consultantes prefieren a pitonisas con mechas rubias y pinta de acabar de hacer la compra en Caprabo. Ella en cambio no parece de este mundo. Nunca entenderé lo que de verdad busca la gente. Nuestras miradas se cruzan. Creo que me pide ayuda y pienso que ahora mismo podría entrar, sentarme ante ella y sacarla de esta situación tan penosa. Pero no lo hago. Son esas cosas del instante, que se hacen o no se hacen, y yo no lo hago.

Mi amiga me pide que por favor nos larguemos de aquí porque si alguien la ve haciendo cola ante los adivinos se muere de vergüenza. Tengo que tranquilizarla diciéndole que se asombraría de cuánta gente del mundo de los negocios, de la política y de las letras vive enganchada al asunto esotérico, lo que pasa es que algunos no se atreven a salir del armario mágico por si los tachan de débiles mentales. Pues que no se preocupen porque Arthur Conan Doyle creía en las hadas y Fernando Pessoa era un ocultista declarado que hacía horóscopos y todo.

Y aquí radica el verdadero reto de esta iglesia que no sabe dónde tiene la mano derecha. El peligro no le viene de los matrimonios de gays y lesbianas, sino del Tarot, que gana espacio en el mundo de lo invisible y de la fe. No hay nada más que ver el tirón popular de Jodorowsky desde que vive pegado a sus naipes. Antes se creía en los santos, ahora en El Ermitaño, La Rueda de la Fortuna o el Nueve de Oros. No se hable más; ante el asombro de mi amiga, me compro un pack con baraja y libro de instrucciones y unos cuantos amuletos tibetanos. Y hablando del Tíbet, de las insulsas planchas de los paneles de los módulos (una habría esperado un poco más de decoración y fantasía en este tema) cuelga el póster de un monje con Marilyn Rossner, mujer de aspecto un tanto estrafalario, que una chica que me está vendiendo piedras de cuarzo me asegura que es la mejor vidente del mundo. Como a estas alturas ya me he convertido en presa fácil, voy corriendo al mostrador a pedir hora, pero la agenda de Marilyn está más llena que la de mi dentista. ¿Será posible? A todo esto, cuesta 80 euros la sesión. Me quedo con una frustración enorme porque estoy convencida de que Marilyn tiene la clave de mi vida. Entonces me acuerdo de la del turbante y me dirijo a ella.

Sigue sola. Tiene los ojos azules y da la impresión de alimentarse con raíces y algas. Nos sentamos una frente a la otra y permanece observando y buscando algo por mi cuerpo como si mi cuerpo fuese un plano del metro. Dice que tengo el aura tan espesa que no se ven los chakras. Pienso para consolarme que debe de estar más o menos como el cielo de Madrid. Menos mal que es algo que la gente normal no puede saber que no ve. Su cara es de auténtica preocupación. Creo en su sinceridad. Saca unos cristales alargados y unos frascos con esencias y empieza a trabajarme el aura. Se tira una hora haciendo una ceremonia bastante bonita. Se mueve de un lado para otro formando con las manos esferas de aire o de luz que luego me acerca para que las respire. Trato de estar a la altura y de respirarlas lo mejor que sé. Me masajea un poco el entrecejo mientras me va poniendo al corriente de lo que está mal y de lo que va arreglando en mi alma. Cada vez que hace esto vuelve a revisarme el aura, la contempla desde distintos ángulos y me pregunta si me encuentro mejor, si noto algo. Le digo que sí, que parece que me estoy descargando. ¿Qué le voy a decir? Si ella es capaz de verme un aura cargada, yo tengo que ser capaz de vérmela ligera. Y sobre todo porque no quiero que se pique y pretenda dejármela como el cristal. Pensándolo bien, no deseo que se me vayan viendo los chakras por ahí cuando ni siquiera sé lo que son.

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