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Columna
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Debate anacrónico

El debate sobre la inclusión del término nación es un debate del pasado, que carece de sentido. El domingo pasado caí en la trampa. Me explico. Empecemos recordando algo evidente. Estamos en 2005. Se van a cumplir 30 años de la muerte del general Franco y del comienzo de la transición y 27 de la entrada en vigor de la Constitución. En estos años se ha producido, posiblemente, la transformación más intensa de la sociedad española desde la imposición definitiva del Estado Constitucional en la década de los treinta del siglo XIX.

Ahora bien, si intensa ha sido la transformación de la sociedad, mucho más lo ha sido la transformación del Estado. Entre la sociedad española previa a 1975 y la sociedad española actual hay enormes diferencias, pero hay continuidades inequívocas. En lo que al Estado se refiere apenas si las hay. Lo que ha ocurrido políticamente ha sido una auténtica revolución, que ha cancelado la mayor parte del debate político-constitucional que había tenido lugar en el pasado, especialmente en lo que a la distribución territorial del poder se refiere.

Es inimaginable que PSOE o PP pudieran aceptar hoy un ejercicio desigual del derecho a la autonomía

Tengo la impresión de que hay gente que no se ha enterado y que sigue tratando el problema como si no se hubiera producido la revolución política que realmente se ha producido en España. El Estado español se ha territorializado por completo en 17 comunidades autónomas, que están ejerciendo el derecho a la autonomía reconocido en el artículo 2 de la Constitución en condiciones de igualdad. Ésta es la realidad político-constitucional, es decir, ésta es al mismo tiempo nuestra realidad política y jurídica. Tiene la fluidez propia del mundo de la política, pero tiene al mismo tiempo la fijeza del mundo del derecho.

En esto consiste la gran novedad de la respuesta de 1978 al debate territorial en España. Desde la Constitución de Cádiz veníamos arrastrando el problema territorial sin que hubiéramos sido capaces de darle una respuesta constitucionalmente ordenada con alcance general. En el siglo XIX el problema territorial no llega siquiera a la Constitución, con la obvia excepción de la Constitución federal de 1873. En el siglo XX, en la experiencia constitucional republicana del 31, la respuesta estuvo marcada por la cuestión catalana. No será hasta 1978 cuando se le dará al problema una respuesta general, configurando la autonomía como un derecho, cuyo ejercicio se pone uniformemente a disposición de las nacionalidades y regiones que integran España.

Es verdad que la Constitución no establece las mismas condiciones para el ejercicio del derecho para todos los territorios que se constituyeran en comunidades autónomas, sino que contempla la posibilidad de que el derecho fuera ejercido de manera distinta por los territorios que "en el pasado hubieran plebiscitado afirmativamente proyectos de Estatuto de autonomía" (Disposición Transitoria segunda) y por aquéllos que no lo hubieran hecho. Pero la Constitución no imponía esa diferenciación en el ejercicio del derecho a la autonomía, sino que posibilitaba que los territorios que no hubieran plebiscitado en el pasado proyectos de Estatuto también pudieran ejercer el derecho en las mismas condiciones que aquéllos que sí lo habían plebiscitado.

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Cabía, por tanto, una doble interpretación del derecho a la autonomía. Una interpretación en clave nacionalista, diferenciadora del ejercicio del derecho. Por un lado las nacionalidades y por otro, las regiones. Y otra interpretación homogeneizadora, que conduciría a que el derecho fuera ejercido en condiciones de igualdad por todos los territorios, independientemente de que se consideraran nacionalidades o regiones.

La primera interpretación es la que intentaría hacerse inicialmente por el Gobierno de UCD, presidido por Adolfo Suárez. Tal interpretación se expresaría en la negociación de los Estatutos vasco, catalán y gallego en noviembre-diciembre de 1979 y en la decisión del Comité Ejecutivo de UCD en enero de 1980 de que todos los demás territorios se constituyeran en comunidades autónomas por la vía del artículo 143 de la Constitución.

Dicha interpretación fracasaría en el referéndum del 28-F y a partir de ese momento se impondría la interpretación homogeneizadora, que se canalizaría a través de los Pactos Autonómicos de 1981 y 1992, que han dado como resultado una estructura de Estado plenamente descentralizado en unidades subcentrales que ejercen el derecho a la autonomía en condiciones de igualdad.

En mi opinión, esta interpretación no es revisable. Jurídicamente puede ser revisada, pero políticamente es imposible que lo sea. Ningún partido de gobierno de España, da igual que sea el PSOE que el PP, podría sobrevivir si intentara hacerlo. A UCD fue su parcialidad territorial lo que le costó su supervivencia. Y eso ocurrió en un momento en el que las comunidades autónomas todavía no estaban constituidas y no disponían de órganos de autogobierno. En el día de hoy es políticamente inimaginable, aunque jurídicamente sea posible, que el PSOE o el PP pudieran aceptar un ejercicio desigual del derecho a la autonomía por unas comunidades autónomas y otras.

La novedad de la Constitución de 1978 es que ha juridificado el problema territorial. Y con ello ha cambiado los términos del debate político anterior. El debate nacionalista sobre la territorialización del poder ha pasado a ser un debate constitucionalmente irrelevante. Políticamente, la revolución que se ha producido en la estructura del Estado español ha cancelado el debate territorial que se había venido produciendo en España desde principio del siglo XIX. Esto es lo que suelen hacer las revoluciones. Y más todavía aquéllas que se hacen pacíficamente, mediante la palabra y el voto. Tengo la impresión de que no se ha entendido así en algunos círculos y me temo que esta falta de sentido de la realidad pueda acabar produciendo algún tipo de frustración.

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