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Columna
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Lo que viene

El gran inconveniente de una buena promoción turística es que los pueblos promocionados turísticamente como paraísos acaban convertidos en alegres purgatorios, cuando no en puros infiernos. Creo yo, no sé, que quienes vivimos durante todo el año en esos presuntos paraísos deberíamos disfrutar de algunas exenciones fiscales, o de una jubilación anticipada, o al menos de algún tipo de bula pontificia que nos libre del anatema y de las barbacoas mortificantes del infierno si optamos por un matrimonio gay. Algo, o sea. Porque la verdad es que nos sentimos un poco como figurantes del espectáculo barroco del veraneo, ensayando 10 meses al año para estar a la altura de las circunstancias cuando llegue la tromba de turistas con chancletas aerodinámicas, con sus ansias invulnerables de cubata y chiringuito, con sus fanáticas quimeras de ocio, con su conciencia nostálgica del Edén y con su urgencia de rumba y coppertone.

Mantenemos a un montón de concejales y a un montón de funcionarios sólo por hacer el paripé administrativo, para crearnos una ilusión de normalidad, de pueblo integrado en el sistema. Pero todo es decorado, y nosotros, ya digo, no pasamos de ser los figurantes de una zarzuela cañí. "Vivimos del turismo", tiene como lema ideológico un jerifalte municipal de aquí, y esa frase la aplica como un comodín mágico. Si te quejas del ruido, te la suelta. Si denuncias una obra ilegal, te la suelta. Si le achacas el incumplimiento sistemático del PGOU, te la suelta. "Vivimos del turismo", y se encoge de hombros, porque ese abracadabra tiene la terrible virtud de describir nuestra realidad desoladora: nos pasamos el año aquí como guardeses del paraíso estival, vigilando esto, este poblado de cartón piedra, a la espera de Mister Marshall, que ya no es guiri, sino mayormente sevillano, en todas sus variantes etnográficas: macareno, bético, currista, trianero, etcétera. (La multiculturalidad, como quien dice.) Cuando el mes de junio llega a su fin, los chocos y las sardinas, por los misterios de la memoria genética, se echan a temblar, porque saben que acabarán fritos y asadas, respectivamente. Los camaleones temen acabar amarrados por la pata en funciones de juguete infantil y además fumando, como si en vez de reptiles fuesen gánsteres. Los barrenderos padecen pesadillas de Sísifo: barren un envoltorio de helado y aparecen de pronto tres envoltorios de gusanitos. Los vecinos del centro van resignándose a no poder dormir durante más de dos horas seguidas a lo largo de dos meses, porque las juventudes universitarias están en su derecho de cantar a coro y de romper papeleras durante la madrugada para descongestionarse de los martirios académicos y para celebrar su tregua con la sabiduría. ¿Vivimos del turismo? Según se mire. También vivimos a pesar del turismo: viviendas a precios desorbitados, alquileres a precios desorbitados, plazas de aparcamiento a precios desorbitados y langostinos de ojos desorbitados a precios desorbitados, por ejemplo. Por eso decía al principio que alguna prerrogativa no nos vendría mal. Con una pequeña subvención para irnos una semana a un sanatorio mental suizo nos conformaríamos. Porque esto de vivir en un paraíso de quita y pon resulta bastante duro, créanme.

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