Fuentes confidenciales
La revelación de que Garganta Profunda, el misterioso informador del caso Watergate, es Mark Felt, número dos del FBI en 1972, me ha dado pie a pedir a cinco profesionales de EL PAÍS su opinión sobre el uso de fuentes confidenciales, un problema relevante en periodismo.
Miguel González, encargado de los temas de Defensa, muestra con un ejemplo la importancia de las fuentes confidenciales y la necesidad de confirmar lo que cuentan: "El 6 de febrero de 2003, EL PAÍS publicó, primero en su edición digital y luego en la impresa, la noticia de la llegada de un escuadrón de cazabombarderos invisibles F-117 a la base de Morón, en el marco de los preparativos de la invasión de Irak. Un compañero me preguntó por qué no citaba ninguna fuente en mi artículo. 'Mira la foto', le respondí. En ella, de García Cordero, se veían los aviones junto a la torre de control con la inscripción 'Base Aérea Morón'. Naturalmente, el fotógrafo no estaba allí por casualidad. Una fuente, que se arriesgaba a una sanción si se difundía su identidad, avisó de la llegada de los F-117. Una vez comprobado el hecho, la propia existencia de la fuente pasó a ser irrelevante, salvo para el Ministerio de Defensa, muy interesado en descubrirla".
González agrega: "Por desgracia, no siempre es posible aportar una prueba tan incontestable de la veracidad de una noticia. En la mayoría de los casos, la única forma de comprobar el dato aportado por una fuente es acudir a una segunda y, si es posible, a una tercera. Cuanto más diversas sean -en su naturaleza, en sus intereses, en su acceso a la información- más garantías habrá de la certeza del resultado".
José María Irujo, especializado en periodismo de investigación, da un enfoque complementario: "Soy contrario a abusar de las fuentes anónimas, pues restan credibilidad y solvencia a las historias. En temas sensibles como el terrorismo hay fuentes que no pueden ser citadas por razón tan elemental como salvaguardar la seguridad de esos interlocutores, siempre funcionarios públicos. Pero en esos casos me parece imprescindible añadir otras fuentes identificadas para reforzar la información. Las historias plagadas de citas anónimas me producen desconfianza".
Soledad Gallego-Díaz , que informa habitualmente sobre las interioridades de los partidos, hace una distinción importante: las fuentes que aportan un dato verificable (como la llegada de los aviones a Morón) y las que expresan valoraciones.
"El problema se plantea", explica, "cuando lo que se recogen son opiniones, o análisis, de una fuente que exige el anonimato. Nadie publicaría una crítica literaria o la valoración sin firma de un experimento científico o médico. Y sin embargo, el uso de fuentes que exigen el anonimato es muy frecuente en el campo de la información política, empresarial o institucional. Lo mejor sería renunciar a este tipo de opinión y análisis, y publicar sólo lo que esté respaldado por la identidad de su autor. Sin embargo, en la práctica, eso supondría eliminar casi completamente la información sobre lo que pasa dentro de los partidos o la gran mayoría de las instituciones y empresas, porque esa información se centra mucho más en la valoración y la opinión de unos sectores respecto a otros que en hechos concretos".
Un lector criticó hace unos días un largo artículo sobre la FAES (la fundación que preside José María Aznar) y sus relaciones con el Partido Popular porque proliferaban las fuentes sin nombre y apellido. Curiosamente, el lector remitió su escrito en un sobre sin remite y tampoco se identificó en la carta.
El autor del artículo, Jesús Rodríguez, incluye a los partidos políticos en su relación de "organizaciones fuertemente jerarquizadas", como las Fuerzas Armadas, la Iglesia o la Jefatura del Estado. "Dentro de esas organizaciones", precisa, "la disciplina interna hace imposible la más mínima desviación ideológica o de denuncia, pero esa disidencia puede suministrar información valiosa al periodista a la hora de que tenga una visión más amplia de la situación, realizar un análisis con más elementos de juicio y elaborar una noticia con un abanico más amplio de facetas, que enriquecen el conocimiento del lector sobre un asunto de actualidad".
Una de las instancias más herméticas es la cúspide de la Iglesia católica, que hace dos meses eligió nuevo Papa. En un cónclave, nadie da la cara, las posibilidades de verificación son muy limitadas y se ha de informar a diario sobre lo poco que se sepa porque el público no entendería que no se hiciera así.
El corresponsal en Roma, Enric González, explica su experiencia: "En los días previos al cónclave, los cardenales estaban sometidos a una ley del silencio impuesta por el decano, Joseph Ratzinger. ¿Cómo se podía saber que el propio Ratzinger y el cardenal Martini iban a recibir el mayor número de apoyos en la primera votación, como se anticipó y sucedió efectivamente? Pues por las consabidas fuentes anónimas que, además, no eran (salvo excepciones) los cardenales, sino secretarios o colaboradores que emitían mensajes más bien crípticos y ofrecían muy pocas garantías de fiabilidad y exactitud".
González prosigue: "Era necesario interpretar los gestos, los silencios o las referencias indirectas de los interlocutores, comparar el material obtenido con el de otros colegas y sacar conclusiones bastante arriesgadas. La alternativa consistía en no informar. ¿Qué hacer? Creo que se hizo lo sensato: publicar lo que parecía obvio, o aquello en lo que coincidían varias fuentes distantes o incluso enfrentadas, advirtiendo siempre al lector de que las cosas 'parecían' ser así y de que carecían de confirmación".
Suele suceder que cada una de las fuentes tiene sus propios intereses. ¿Cómo impedir que el sesgo que impriman se transmita al público?
Jesús Rodríguez establece un límite claro: "Se ha de prescindir de cualquier alusión o comentario sobre aspectos personales de terceras personas. Estamos hablando de informar y, por tanto, no pueden utilizarse fuentes anónimas para calumniar. Esta práctica de usar de forma mínima, prudente y cuidadosa ese tipo de fuentes es diametralmente opuesta a la ejercida por los llamados confidenciales, que hacen de la información anónima su razón de ser comercial".
Soledad Gallego-Díaz responde así a la pregunta: "El periodista, que sí firma con su nombre y apellido, debería ser el más interesado en evitar que la fuente que exige el anonimato le manipule, porque está poniendo en juego su propia credibilidad profesional. El lector no sabe quién valora los hechos, pero el periodista sí, y se ofrece como intermediario y garante de su interés. Normalmente, si acepta mantener el anonimato es porque existe una relación antigua y solvente y porque cree que esa opinión o análisis es relevante para comprender lo que ocurre".
Miguel González abunda en la idea: "Es el periodista, con su firma, el que respalda la veracidad de lo que escribe. La credibilidad, como otras cualidades, no se recupera cuando se pierde y el periodista se la juega cada día. Es lamentable que en España no exista un mecanismo efectivo para sancionar a los periodistas que yerran por frivolidad o mienten deliberadamente, pero la culpa de eso no se puede echar a las fuentes".
También preocupado por la veracidad de las noticias, José María Irujo cita una medida que considera acertada: "The New York Times obliga a sus redactores a elaborar una lista con las fuentes de sus historias. Así se puede descubrir un posible fraude".
Entrar a analizar las ventajas e inconvenientes de ésta u otras medidas supera los límites de este artículo. Pero sí quedan líneas para subrayar que el problema de las fuentes confidenciales es parte del debate sobre cómo garantizar a los ciudadanos su derecho a la información, un asunto importante ahora que la credibilidad del periodismo no pasa precisamente por su mejor momento.
Los lectores pueden escribir al Defensor del Lector por carta o correo electrónico (defensor@elpais.es), o telefonearle al número 91 337 78 36.
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