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Columna
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El levante

No puede decirse que sea traicionero ni que venga de improviso, porque su presencia se siente antes de llegar, se barrunta, y en eso se parece mucho a un mal presentimiento. El viento de levante. El viento malhumorado, el viento del malhumor. Un viento que manda por delante su fantasma antes de romper, antes de ulular, antes de trastornar las vidas y las cosas. Salta el levante y nos convertimos en Mister Hyde, porque nuestro carácter se crispa y se ensombrece. Nos volvemos susceptibles, irritables y hoscos, arrastrando una jaqueca sin alivio posible, porque ese viento malhechor se nos mete en la cabeza y nos corroe la mente, igual que esos animales maléficos venidos de otra galaxia en las películas de ciencia-ficción.

Y qué flojo y de trapo se pone uno, con esa sensación de gran reseca, de una resaca sin fiesta previa, que es lo peor de todo. Y qué rara se pone la luz, oleosa y densa, de color oro sucio. Y qué grávido el cielo, en el que las gaviotas planean estáticas, lo mismo que cometas, sin mover las alas, como si las hubiesen disecado en pleno vuelo. Y cuánta arena volandera que busca ojos desprevenidos. Y qué turbio el mar, verdoso y encrespado. Y qué calor.

No entiende uno cómo a ningún laboratorio farmacéutico le ha dado todavía por comercializar un medicamento que palie los efectos del levante. Unas pastillas. Un jarabe siquiera. Un supositorio. O una lavativa incluso, porque uno estaría dispuesto a cualquier cosa con tal de librarse de la sintomatología de las levanteras apocalípticas que nos azotan en sentido literal, porque es un viento con vocación de látigo. Sería estupendo llegar a la farmacia y pedir un bote de Levantex, o una caja de Levantrox, o un frasco de Levantur, o de Levantinell, o de Levantalgin, o de algo parecido, porque mucho me temo que los encargados de poner nombres a las medicinas son lectores entusiastas de Tolkein.

No sé yo por qué ningún organismo de la Junta de Andalucía otorga becas para la investigación de un remedio contra los daños colaterales que provoca el levante entre la población, entre los que tal vez no se cuente el del absentismo laboral, pero sí desde luego el del encabronamiento laboral: a ver quién tiene el valor de ir en un día de levante fuerte a la oficina de la Gerencia de Urbanismo de mi pueblo, pongamos por caso, para tramitar una licencia de obras con un funcionario que yo me sé. Y así en todas partes, supongo, porque el levante no es sólo un viento, sino también una epidemia moral de malas pulgas, de abatimiento metafísico, de decaimiento físico, de amargura caprichosa, de cefaleas agudas y de schopenhauerismo.

¿Cómo sería la vida sin levante? Ah, qué quimera. Qué ganas de soñar un paraíso imposible, qué ganas de fantasear a costa de lo inverosímil. Estás sentado en la terraza, disfrutando del poniente, que es aquí un viento civilizado, dentro de lo civilizado que puede ser un viento, y de repente todo se calma, y algo empieza a resonar dentro de tu cabeza como una música de agujas. "Mañana, levante". Porque esa calma es su tarjeta de visita, el aviso de una hecatombe invisible. Y vete preparando.

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