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Columna
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Duelo e identidad

Josep Ramoneda

Paul Ricoeur aconsejaba "no permanecer prisioneros de la noción de identidad colectiva que se refuerza actualmente bajo el efecto de intimidación de la inseguridad". Para conseguirlo proponía una primera distinción entre identidad inmutable e identidad narrativa. La identidad inmutable se define por lo idéntico, es la identidad que busca la homogeneidad étnica o cultural y que se presenta como garante de la actualización permanente de una esencia primordial. La identidad narrativa se define por el movimiento, el relato que se va tejiendo y al mismo tiempo va pintando al colectivo, que de esta forma muta sin cesar. Pero la identidad narrativa puede apoyarse en el pasado, y entonces es sólo memoria, de modo que el factor continuidad puede acabar convirtiéndose en determinante y, por tanto, acercarse mucho a la identidad inmutable. O puede contener la idea de promesa y, por tanto, proyectarse hacia el futuro, un futuro que nunca será repetición de lo idéntico. En este caso, la podemos llamar identidad abierta.

Desde la modernidad, la idea de proyecto va ligada a la idea de política. La promesa -la apertura al futuro- sería el valor añadido que la política aportaría a la identidad. Es la garantía de elección entre las opciones que se van construyendo, que impide que las identidades se hagan cacofónicas, deudoras de un pasado que los defensores de las esencias utilizan como corsé con el que impedir la construcción de la identidad abierta.

Como dice Paul Ricoeur, la humanidad, en tanto que conjunto, se funda en la multiplicidad (por tanto, en la pluralidad); en tanto que valores, remite a la pregunta sobre qué es humano y qué es inhumano. A las identidades cuya narrativa está proyectada en esta dimensión a la vez de futuro y de humanidad compartida, las podemos llamar cosmopolitas. El cosmopolitismo es la aceptación de la incorporación del Otro a nuestra narración -con los efectos de pérdida y de enriquecimiento que tiene para las dos partes- al tiempo que es el recuerdo permanente del marco global en el que cada identidad está expuesta. Y si a ello añadimos que, en última instancia, la experiencia identitaria -como toda experiencia- es personal, individual, el cosmopolitismo es la aceptación de que cualquier narración colectiva se engarza permanentemente con otras y que, por tanto, no hay identidad o pertenencia primordial o exclusiva. Sólo desde este punto de vista, el discurso identitario puede dejar de ser excluyente y convertirse en un factor de ampliación de oportunidades para todos. Sólo desde esta idea de identidad se puede sustituir, como pide Ulrich Beck, el o separativo (nosotros o vosotros) por el y conjuntivo (nosotros y vosotros).

En tiempos en que las identidades se utilizan sistemáticamente como armas ideológicas para la disputa y la acumulación de poder, no está de más recordar lo obvio. Como dice Dahrendorf, la idea de autodeterminación hoy "no es la expresión de unos derechos históricos, sino el reflejo de pretensiones de poder sumamente modernas". Para enmascararlo se utiliza a menudo el recurso a lo inefable: a un origen determinante que estaría por encima de nuestras miserables realidades. Es el discurso que afirma que los hombres pasamos pero la patria permanece, como si la patria fuera algo distinto de lo que hagan los hombres en cada momento.

Paul Ricoeur dice que lo que simboliza el nexo entre las múltiples identidades y la humanidad común es la traducción: "La traducción constituye la réplica al fenómeno irrecusable de la pluralidad humana con sus aspectos de dispersión y de confusión, resumidos por el mito de Babel". Este fenómeno de "equivalencia sin identidad" que es la traducción, sirve al proyecto humano "sin romper la pluralidad inicial". Pero la traducción, como toda experiencia compartida, tiene su principio de entropía, su margen de pérdida, y la pérdida conduce al duelo.

En las actuales sociedades en que la heterogeneidad en materia de cultura, hábitos, costumbres (identidades, en suma) es la norma, la aceptación de la realidad de pérdida y enriquecimiento mutuo en el contacto vivo entre sujetos es indispensable para que la sociedad crezca en diversidad y armonía. De ahí la absurdidad de los discursos limitadores: la lengua única, la prioridad de lo que se define como propio, como si lo que ha venido del exterior fuera ajeno. (¿Hay algo que no haya venido del exterior en un momento u otro?)

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El negocio de las identidades, como todo, tiene que ver con las relaciones de fuerzas. El que es débil en un marco más amplio, puede ser fuerte en un espacio más restringido, y el que ha sufrido discriminación a menudo es el que está mejor dispuesto -y encima con buena conciencia- a provocarla donde es fuerte. En la medida en que todo es poder, la alerta crítica es indispensable para garantizar que las instituciones sean decentes; es decir, que sirvan para ampliar las oportunidades de los ciudadanos -hacerles más libres- y no para cerrarlas. Para ello se tiene que seguir el consejo de Kundera: son provincianos los países que se olvidan del marco global. Y esto ocurre tanto a los países pequeños -por su complejo de inferioridad, su miedo a no dar la medida o a ser rechazados- como a los países grandes -por su autosuficiencia. En Cataluña, algunos llevamos años esperando que el marco referencial se amplíe, en lógica cosmopolita. Se dio el cambio político, pero no se ha dado el cambio cultural e ideológico que permitiría disputar siempre el partido (incluso el partido con España) sin miedo ni a la traducción ni al duelo. Afortunadamente, está viniendo mucha gente de fuera: su presencia debería sacarnos del ensimismamiento, aunque este país es experto en neutralizar al extraño. Es una pena que la política no sea capaz de aportar su cuota de valor añadido: un proyecto abierto al mundo.

P. S.: Paul Ricoeur murió hace unas semanas. Su obra no ha encontrado, en este país, el eco que han tenido otros colegas suyos que sólo le aventajaban en mayor reconocimiento mediático, fruto normalmente de la habilidad para encontrar conceptos -deconstrucción, por ejemplo- que igual sirven para un barrido periodístico que para un fregado cultural. Sirva esta nota como reconocimiento personal a uno de los grandes filósofos franceses contemporáneos.

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