El picador
Hacía mucho que no veía al periodista holandés Eppo Jannsen con el que trabé una buena amistad en el Congreso de los Diputados, durante las Cortes Constituyentes, donde él ejercía de corresponsal de su país y yo escribía crónicas parlamentarias. Recién llegado a Madrid mi amigo me citó para cenar en un restaurante castizo de la calle Barbieri cuyas paredes están forradas de carteles de toros, de retratos de toreros, de exvotos de la fiesta nacional. Ante una excelente sopa de pescado recordamos aquellos años de la Transición, que ahora nos parecían los más dorados y felices de nuestra convivencia democrática. Entonces los políticos y periodistas, pese a tener intereses distintos, confraternizábamos, nos divertíamos y bebíamos juntos, sumábamos las fuerzas para recuperar la libertad por encima de las pasiones de cada bando. Este periodista holandés, lleno de ironía y de buen sentido, me dijo que ahora encontraba la política española muy envenenada. En el debate parlamentario la razón sólo dependía de quien tuviera en ese momento la palabra, sin llegar nunca al fondo de la cuestión; los insultos y ataques personales se habían convertido en el único argumento, que sólo generaba un odio ideológico entre los políticos. ¿Quién ha inoculado en la vida pública este veneno?, me preguntó. Señalando las paredes del restaurante repleta de toreros le dije que en cualquiera de aquellos rancios carteles merecía estar Fraga Iribarne como el picador de nuestra democracia. Durante la Transición estuvo a punto de germinar por primera vez en este país una derecha culta, dialogante, dinámica y moderna, que quedó excluida cuando Fraga cogió un cuchillo mellado, dividió a esa derecha como quien parte un jamón y se apropió de la mayor tajada llevándose en ella todo el tocino franquista. A Fraga se le atribuye el mérito de haber domesticado a esa derecha montaraz, cuando, de hecho, ha sucedido lo contrario, porque a cualquier guiso le pones un ajo y todo sabe a ajo. El periodista Eppo Jannsen me preguntó qué iba a pasar con Fraga en las elecciones de Galicia. Le dije que este picador está barrenando allí otra vez con la puya hasta tocar el hueso de la democracia. Sólo si la Galicia moderna despertara de su largo sueño de caciques podría apear del jamelgo a este político agreste y reaccionario para mandarlo a formar parte de la santa compaña. Mi amigo me pidió excusas por haberme incitado a hablar de política en un restaurante lleno de toros, puyazos y estocadas.
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