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Columna
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Crímenes familiares

¿Quién puede quedarse impasible ante el insistente goteo de crímenes familiares? Los horribles hechos que antes veíamos en películas de ficción, hoy -por mucho que nuestro estupor apenas permita reaccionar y aunque cuando los veamos en televisión parecen parte de un espectáculo de terror global- suceden en la realidad, aquí mismo.

Madres que matan a sus hijos, parejas que se asesinan entre ellos, hijos que acaban con sus padres, jóvenes que ponen fin a su vida, muchachos que se castigan sin compasión, viejos que agonizan y mueren solos sin que nadie se entere... El rosario diario de ejemplos de extrema desesperación humana es un grito clamoroso a las conciencias: una desgraciada realidad que habla el más terrible de los lenguajes, el de la impotencia, el abandono, la incomprensión y la exclusión. Para ellos vivir es peor que morir: así superan el miedo con el que los demás se encierran bajo siete llaves.

Apenas sabemos qué hacer ante estos casos ya tan frecuentes. Su acumulación implacable ensombrece la vida en común porque todos sabemos que, al proclamar que no se puede soportar la vida, anuncian un infierno irreversible y próximo. La contundencia de esta evidencia se basa en elementos que todos conocemos. ¿Quién no ha pensado alguna vez "No puedo más", "me rindo", "no vale la pena"? Podemos comprender, incluso, los motivos más sencillos: depresión, agresividad incontrolada, tristeza permanente. Quienes continúan viviendo como si nada ocurriera perciben por todas partes síntomas descorazonadores.

La característica de estos crímenes familiares consiste en el intento -demasiadas veces logrado- de poner fin no sólo a la propia vida sino a la de quienes la rodean. Algunos han llegado a decir que, dado que la vida les parece un castigo, matan por amor. Que esto suceda en una sociedad privilegiada por su nivel de bienestar material en comparación con otras realidades planetarias, no sólo es una exhibición de la fragilidad de nuestro modo de vida, sino un desafío al dogma de un tipo de progreso que tan pocos pueden defender cuando la infelicidad se muestra desgarradora y próxima.

Las razones individuales de cada uno de estos actos extremos pueden ser diferentes, pero un ser que decide poner fin a su vida, a la de su familia o a la de sus compañeros es, sin duda, un individuo desesperado, enloquecido. ¿Cómo ha llegado a este punto? Hay algo más en común: las vidas fallidas, los crímenes familiares arrastran historias, experiencias personales, tan tremendas que dejan helada el alma. Cada uno de esos dramas tiene una explicación social: en nuestro mundo, las relaciones entre las personas resultan cada día más duras, complicadas y difíciles cuando el otro aparece como enemigo a vencer, como competidor a aniquilar, como obstáculo a superar.

Quienes creyeron que, al fin, creaban el paraíso en la tierra se equivocaron: vivimos una sociedad profundamente triste y con el miedo como colega. Miedo a perder el trabajo, a no llegar a fin de mes, a no ser productivo, a no compaginar todas las obligaciones (salud, belleza, competencia, consumo). Miedo a no dar la talla, miedo a la opinión ajena, miedo a desentonar, a sobresalir y a pasar desapercibido. Miedo al miedo. Un terrorismo oculto, una enfermedad social, se exhibe en estos crímenes familiares.

Hace poco la consejero de Gobierno aconsejaba a los padres revisar las mochilas de sus hijos para evitar puñaladas en los colegios: sólo faltaban los padres-policía para completar el cuadro del horror y el error. En Corea del Norte están muy ufanos de su seguridad: cada ciudadano es un policía, dicen. ¿Es ahí a donde hay que ir? Delate, denuncie, vigile. ¿Se vence el miedo y la tristeza con más miedo y más tristeza? ¿Se devolverán así las ganas de vivir a quienes la han perdido?

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