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'Plan A'

Tras la crisis abierta por el triunfo del no en Francia y en Holanda, las reacciones acerca de qué hacer vienen alternando, según las ocasiones, una retórica política vacía, carente tanto de diagnóstico como de solución, con un debate técnico-jurídico aún menos esclarecedor. Con todo, a muchos nos parece que eludir reconocer la gravedad de la situación actual es quizás tan grave como la propia crisis generada por el rechazo en dos países a la Constitución europea.

Por tanto, en primer lugar y como condición previa, debemos hablar con sinceridad acerca del verdadero estado de salud del paciente europeo. Los ciudadanos han sido preguntados y han hablado. La arrogancia de algunos líderes, pretendiendo que los referendos a la Constitución europea son un test de inteligencia con una única respuesta posible, el sí, demuestran claramente hasta dónde está llegando la brecha cívica entre la clase política y la ciudadanía. Los ciudadanos han votado en clave nacional, por supuesto. Esto no debe extrañarnos. La política nacional tiñe irremediablemente los entendimientos de la política europea, aunque de forma más imperceptible también ocurre lo contrario. Los españoles también votaron en clave nacional el 20 de febrero: a España le ha ido bien en Europa, luego es lógico que refrendaran la Constitución. A los franceses y holandeses no parece irles tan bien: ¿vale por eso menos su no? En absoluto. Si el no no era posible, lo razonable era no haber sometido el texto a consulta. Sugerir un segundo referéndum sin dejar claro que ello requeriría una modificación sustancial puede ser una provocación democrática.

En consecuencia, dejémoslo claro: el doble no en dos Estados fundadores de la Unión hacen prácticamente imposible que esta Constitución entre en vigor tal y como está formulada actualmente. La gravedad de esta crisis no viene, sin embargo, determinada sólo por la importancia de Francia en el entramado europeo o el carácter fundador de los dos Estados que hasta la fecha han dicho no. Lo más relevante de esta crisis es que los noes francés y holandés lo son a la Europa existente, no a una Europa futura. En el pasado, los daneses dijeron no a Maastricht, es decir: a la moneda, a la política de seguridad y al tercer pilar para asuntos de justicia e interior. Similarmente, los irlandeses dijeron no a un Tratado de Niza que hacía posible la ampliación, pero que incluía también una nueva política de seguridad y defensa, además de otros avances sustanciales. En todos los casos, el acta de defunción de dichos tratados no hubiera supuesto un cuestionamiento del modelo de integración vigente, sino de sus posibles desarrollos futuros. Por ello, los daneses pudieron optar por mantenerse fuera del euro o los irlandeses obtener garantías acerca de su estatuto de neutralidad y así rescatar el proceso de ratificación del caos.

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Esta vez, sin embargo, la realidad es bien diferente, al menos por dos razones. Por un lado, los líderes europeos decidieron que el nuevo tratado no sólo incorporara las novedades (una muy meritoria Parte I con los principios y objetivos generales de la Unión seguida de una Parte II con una extensa declaración de derechos), sino que en su Parte III incluyera y refundiera los tratados y políticas vigentes, de tal manera que, caso de entrar en vigor, la Constitución europea reemplazaría a todos los tratados anteriores. Retrospectivamente, la constitucionalización de todo el acervo comunitario era ineludible desde el punto de vista técnico-jurídico, pero se ha demostrado funesta desde el punto de vista político. En la práctica, la estrategia se ha demostrado suicida: al elevar al nivel constitucional expreso una regulación prolija de políticas públicas que no siempre gozan de un consenso mayoritario, la Constitución ha perdido ante los ojos de muchos su carácter de mero marco político neutral, de reglas de juego destinadas a arbitrar la convivencia entre Estados y ciudadanos y la expresión de distintas visiones del bien común europeo. Hasta la fecha, en la esfera europea, las políticas de creación de mercados han avanzado más rápidamente que las políticas de corrección de mercados. Dicho de otra manera, mientras que el mercado interior ha funcionado por mayoría cualificada, las políticas sociales y en parte las medioambientales han venido requiriendo unanimidad. Dado que la Constitución, a los ojos de muchos, no ha hecho sino dar una gran visibilidad a este sesgo intrínseco a favor del mercado en la construcción europea, es lógico que muchos se hayan vuelto contra el texto y hayan acabado identificando Europa como parte del problema más que como parte de la solución a sus problemas.

Por ello, lo que hace esta crisis potencialmente irresoluble es que para todas aquellas cosas que parecen motivar el no (la ampliación, el euro, la pérdida de soberanía, el mercado interior, la gestión de la inmigración) no hay vuelta atrás; son decisiones ya tomadas y por tanto difícilmente reversibles sin provocar una crisis aún mayor. La proyectada directiva Bolkenstein sobre liberalización de servicios, que tanto pareció influir en el no francés, es una directiva que perfectamente podría salir adelante con el Tratado de Niza, en vigor jurídicamente y, por el momento, con una esperanza de vida mucho mayor que esta Constitución u otra que nos podamos imaginar. Igualmente, ni el fontanero polaco, tan presente en el debate francés, va a volverse a casa, ni las empresas van a dejar de aprovechar las oportunidades de negocio que ofrece el este de Europa, ni los consumidores europeos van a dejar de comprar productos asiáticos. La globalización no va a rendir homenaje a la grandeur, al igual que no se puede gobernar desde el miedo o la ansiedad, sino desde el coraje y el riesgo.

Se ha hablado mucho de la inexistencia de un Plan B, pero muy poco de la inexistencia de un Plan A de los partidarios del no. Si su Plan A consiste en intentar constitucionalizar una Europa cerrada al mundo, pretendidamente solidaria en lo social, pero profundamente egoísta en lo global, difícilmente habrá acuerdo. Si, por el contrario, su Plan A es hacer más fuerte la Unión Europea en el mundo, sin renunciar al atlantismo ni al neogaullismo, el acuerdo será posible. El no ha ganado, por el momento, en dos países, pero el Tratado se ha ratificado ya en nueve. Pretender dirimir esta crisis en clave ideológica (a favor del modelo social europeo o a favor del neoliberalismo y la desregulación) sólo contribuirá a agravarla. Los Gobiernos, como el español, que han ratificado la Constitución, tienen la obligación de liderar el sí, de defender el tratado constitucional y de hacer todo lo posible por alcanzar una mayor integración política. Puede que ello requiera aceptar trabajar durante algún tiempo con un Tratado de Niza reforzado o, alternativamente, renegociar el texto constitucional, incluyendo sus modalidades de ratificación. Pero en lo que en ningún caso cabe es el desistimiento.

José María de Areilza Carvajal es profesor de Derecho Comunitario y vicedecano del Instituto de Empresa. José Ignacio Torreblanca es profesor de Ciencia Política en la UNED.

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