Vértices de Asia
Arabes e hindúes pugnan por superar a los chinos, que acaban de adelantar a los malayos: de un tiempo a esta parte, el récord mundial de altura es una liga asiática. Los 452 metros de las Torres Petronas de Kuala Lumpur fueron rebasados el año pasado por los 508 metros del Taipei 101, llevando el techo del mundo de Malaisia a Taiwan, y cuando aún no se han rematado los 512 metros del World Financial Center en Shanghai, ya han surgido dos nuevos aspirantes asiáticos: el Burj Dubai, un rascacielos diseñado por Adrian Smith -de la oficina en Chicago de Skidmore, Owings and Merrill- en ese emirato del golfo Pérsico, y la torre de Noida, proyectada por el arquitecto indio Hafeez Contractor en una ciudad satélite de Nueva Delhi. La altura prevista del primero, que se terminará en 2008, es de 705 metros, aunque los promotores árabes han eludido confirmar la cifra, asegurando sólo que batiría el récord en las cuatro categorías reconocidas; la altura hipotética del segundo, cuya construcción no se ha iniciado aún -pese a lo cual se asegura que estará acabada en 2013-, es de 710 metros, con el propósito de llevar a la India el mítico registro: la competición de la altura no se desarrolla ya únicamente en las costas pacíficas de Asia, pero tiene todavía ese continente como teatro.
En Asia Central, la arquitectura continúa dando cuerpo monumental a la voluntad política
El alejamiento del océano Pacífico, o quizá simplemente la modificación del clima estético en el tiempo transcurrido, parece haber tenido efectos arquitectónicos, porque mientras los dos últimos poseedores del récord ensayaban figuraciones próximas al historicismo posmoderno -las tracerías islámicas de las Petronas o la pagoda vertical del Taipei 101-, los actuales challengers transitan por el homenaje neomoderno o el futurismo hipermoderno: si la aguja de Dubai remite más a los colosos retranqueados neoyorquinos dibujados por Hugh Ferriss o al rascacielos de una milla soñado por Frank Lloyd Wright que al vernáculo arábigo, los cucuruchos agrupados de Noida traducen la cónica Millennium Tower de Norman Foster al lenguaje del cómic y los dibujos animados, formulando un híbrido de castillo de Blancanieves y nave de Flash Gordon sin vínculo alguno con la tradición hindú. En todo caso, es difícil saber qué es más deprimente, el vacuo expresionismo de un arquitecto de Chicago rindiendo homenaje en Oriente Medio a la historia del rascacielos americano, o la frívola retórica mediática de un indio educado en la neoyorquina universidad de Columbia que asegura evocar a la vez la cordillera del Himalaya y la ciudad de Batman.
Tan lejos del Mile High Illinois como de Gotham City, pero partícipe a la vez del simbolismo visionario del proyecto de Wright y del futurismo inocente de las escenografías de Bob Kane, la pirámide diseñada por Norman Foster para la nueva capital de Kazajistán es un testimonio extraordinario del dinamismo económico de las repúblicas ex soviéticas que poseen recursos naturales, y a la vez un producto insólito del despotismo entre paternalista y corrupto que está siendo sacudido por la reciente marea de movimientos populares, cuyo fervor contagioso -tras la revolución rosa de Georgia en 2003 y la revolución naranja de Ucrania en 2004- ha llegado en 2005 al Asia Central con los levantamientos de Kirguizistán en marzo y Uzbekistán en mayo. El Kazajistán de Nursultán Nazarbáyev -presidente desde la independencia en 1991 de este país estepario de 15 millones de habitantes y 2,7 millones de kilómetros cuadrados- no ha sido todavía afectado por las revueltas que han desestabilizado las dos repúblicas que delimitan su frontera meridional, donde la presencia islámica es más fuerte, pero los riesgos implícitos en su propia diversidad religiosa y étnica se han procurado conjurar anticipadamente con este singular proyecto, que se propone como un símbolo de reconciliación y unidad bajo el nombre de Palacio de la Paz.
Emplazada en el centro de Astana -la nueva capital trazada en 1998 por Kisho Kurokawa con un plan monumental, simétrico y severo-, en un eje ceremonial que la une con el Palacio Presidencial, la pirámide de Foster es una colosal construcción de vidrio coloreado, piedra y acero que contiene un teatro de ópera, un museo de la cultura, una universidad de las civilizaciones y un centro para grupos étnicos, amén de una sala circular en la cúspide (bajo unas vidrieras diseñadas por un amigo del arquitecto, Brian Clarke) que debe servir como sede de un congreso trienal de líderes religiosos internacionales. Levantada a marchas forzadas por una empresa turca con el objetivo de inaugurarla en junio de 2006 -antes de las elecciones previstas ese año, y a tiempo para el segundo congreso religioso-, la obra de Foster and Partners recuerda inevitablemente los proyectos utópicos de los arquitectos iluministas franceses Étienne-Louis Boullée y Claude-Nicolas Ledoux, que utilizaban formas geométricas elementales como la esfera, el cono o la pirámide para expresar la autoridad de la razón, y que la oficina británica reconoce como fuente de inspiración; y evoca también las propuestas visionarias de Buckminster Fuller, el ingeniero norteamericano cuyas cúpulas y tetraedros geodésicos influyeron indeleblemente en la trayectoria de su discípulo y amigo Norman Foster.
Los 62 metros de la pirámide
kazaja -realzados por el podio que se oculta bajo una suave elevación del terreno- le otorgan una escala grandiosa, que el espectacular espacio del atrio, extendido con un óculo sobre la ópera hasta una altura mayor que la de Santa Sofía, subraya con su aura luminosa: una dimensión muy superior a los 21 metros de la polémica pirámide de Pei en el patio del Louvre, pero desde luego alejada de los 145 metros originales de la de Giza, lo que no impedirá que se le atribuyan ambiciones faraónicas, como en su día se asignaron al promotor de la construcción parisiense, Mitterrand. El caso de Nazarbáyev es bien distinto, y el rígido dominio del país que le ha permitido trasladar la capital desde Almaty, cerca de la frontera china, hasta la actual Astana -construida de nueva planta, como Brasilia o Chandigarh, en un emplazamiento central en el territorio, y sobre la ruta del ferrocarril transiberiano, pero de clima más riguroso y extremo que la antigua capital-, no parece haberse conseguido sin un control totalitario de la disidencia y los medios de comunicación. En las estepas del Asia Central, la arquitectura continúa dando cuerpo monumental a la voluntad política, y elevando símbolos transparentes de la autoridad autista y el poder patrimonial.
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