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Columna
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Espumoso francés

Lo dije en su momento: temo más a los franceses que a los ingleses. Cuando los primeros se las prometían felices sobre su actitud positiva respecto a la Constitución europea, señalaban a los segundos como una rémora -en aquel momento por sus reticencias cara a la uniformización fiscal- y no dudaban en proponer su expulsión en caso de que rechazaran en referéndum el texto constitucional. La sorpresa, sin embargo, la han dado ellos, los franceses. Y el miércoles los holandeses decidieron hacerles compañía. No obstante, cabe preguntarse qué habría ocurrido si los franceses hubieran sido los únicos en rechazar la Constitución; cabe preguntarse si alguien hubiera propuesto dejarlos fuera de la UE, o si hubieran tenido que humillarse y repetir su referéndum para actuar finalmente comme il faut. La respuesta a esta conjetura flotó en el aire de la noche fatídica: el proceso de ratificación debía continuar, pero todo el mundo sabía, aunque nadie lo dijera, que el proceso estaba muerto y bien muerto. Nadie expulsaría a Francia de la UE, fueran cuales fueran las circunstancias de su rechazo, y queda por ver si se le obligaría a repetir su referéndum. Europa no expulsaría a Francia de su seno, pero los franceses sí han expulsado al resto de los europeos de Francia.

Nunca tuve duda de que los franceses querían una Europa a su medida, una Francia ampliada, reproche que estos días se lo oigo también hacer a algunos comentaristas franceses. Una Europa en la que tuviera garantizada su hegemonía política, e incluso la cultural, y le permitiera un desarrollo económico continuado. La Europa de los seis, con una Alemania políticamente empequeñecida, le ofrecía un contexto adecuado para satisfacer esas aspiraciones, pero las sucesivas ampliaciones de la Unión y el fin de la Guerra Fría han modificado sustancialmente ese escenario. La nueva Europa unificada, si es que ha de ser, no puede organizarse al margen de este nuevo contexto y Francia podría haber desarrollado un papel impulsor de primer orden si hubiera sido consciente de la nueva situación creada tras la caída del muro de Berlín y se hubiera adaptado a ella. Quizá viva algo así como un sueño de la Historia, incapaz de asumir su peso actual -aún muy importante- y tratando de atribuirse, aunque sea a través de la negación, una capacidad para influir en los procesos históricos muy superior a sus posibilidades reales. Pueda ser que los franceses hayan frenado el proyecto europeo, pero no está claro que las consecuencias que tengan que derivarse vayan a favorecerles; peor aún, que lo que vaya a venir no encuentre a partir de ahora una vía más libre para caminar justo en la dirección contraria a la que pretendían señalarle ellos con su revuelta. Atención a los ingleses, a Tony Blair, porque éste puede ser su momento europeo.

Y atención a Nicolas Sarkozy. Es triste reconocerlo, pero el panorama político francés no parece ofrecer ninguna otra figura política capaz de aunar voluntades y suscitar expectativas para un cambio necesario. Todas las revoluciones francesas han tenido a la espera su Napoleón, su corso. Ya me resultó muy llamativo que los franceses, que acababan de rechazar la Constitución por considerarla muy liberal, prefirieran en las encuestas como sucesor de Raffarin a Sarkozy, el más liberal de sus políticos, seguramente el más anglo de todos ellos, y el más capacitado para entenderse con los fontaneros del Este. Un no-francés que es al mismo tiempo muy francés, quizá la amalgama necesaria para que los franceses dejen de ser un poco lo que son sin que parezca que dejen de serlo, pues lo que hayan de hacer tendrán que hacerlo a la francesa. No sé si otra Francia es posible, un eslogan que por cierto nadie ha coreado, pero estoy convencido de que es inevitable. Y que el "no" terminará negándose a sí mismo y buscando su acomodo en una Europa que no será la que deseaba en sus proclamas.

Porque el no francés sí ha tenido sus efectos europeos. Nos ha sumido en la incertidumbre, sin que sepamos bien cuál vaya a ser la dirección que ha de tomar en el futuro este inmenso montaje institucional que no consigue alcanzar personalidad política. ¿Un espacio económico de libre mercado, una amalgama de Estados con diversos grados de integración en la que el corazón franco-alemán llevara la iniciativa política? Si era esta la otra Europa posible, no cabe duda de que el eslogan no era más que un canto de añoranza, en ningún caso una vindicación del futuro. Miraba, simplemente, hacia atrás.

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