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Columna
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Oportunidad y riesgo

Para avanzar hacia la paz el Gobierno tendría que romper relaciones con el PP, el partido de "los fascistas que sólo buscan sangre para ofrecerla en la arena pública", según el más reciente discurso de Otegi. Siniestra apelación viniendo de quien no ha cuestionado nunca el derecho que se atribuye ETA de asesinar a los que se oponen a sus designios (por ejemplo, a los concejales del PP). Pero la obsesión por condenar a ese partido al ostracismo no es exclusiva del nacionalismo vasco radical. El pacto programático del tripartito catalán incluye el compromiso de no establecer ningún "acuerdo de gobernabilidad o parlamentario estable con el PP" en la Generalitat o "en las Cámaras estatales", y de "impedir la presencia del PP en el Gobierno del Estado".

Esa obsesión está dificultando los acuerdos entre los dos grandes partidos a la hora de abordar asuntos como el del final de ETA. La prioridad de ese objetivo es incompatible con una política general que parece buscar deliberadamente, como principal efecto, evidenciar el aislamiento del PP. ¿Qué sentido tiene, por ejemplo, plantear ahora -se votó el pasado día 18- una moción parlamentaria declarando que en Irak no había armas de destrucción masiva?

La apelación de Otegi tiene un objetivo funcional: la ruptura del Pacto Antiterrorista, que legitimó la ilegalización de Batasuna. Cada vez que se ha planteado un diálogo con ETA, el primer objetivo de los terroristas ha sido romper el frente democrático. En Argel, Eugenio Etxebeste planteó, como condición para avanzar, la ruptura del Pacto de Ajuria Enea (Alberto Pozas. Las conversaciones secretas Gobierno-ETA. 1992). En el pacto secreto que precedió al de Lizarra, en agosto de 1998, ETA hizo firmar a PNV y EA el compromiso de abandonar todos sus acuerdos con PP y PSOE. Otegi indulta ahora a los socialistas pero mantiene el veto al PP, tal vez con la esperanza de incidir en un punto débil del Gobierno, dada su política de alianzas.

En el interior de ETA conviven desde hace tiempo dos perspectivas: la pragmática (utilidad o no de la violencia para alcanzar determinados fines políticos), representada por la carta de Pakito y otros presos, en la que admitían la derrota de la estrategia político-militar y proponían abandonarla por ineficaz; y la de quienes consideran que el objetivo de la propia supervivencia organizativa prevalece sobre cualquier fin político, y buscan pretextos para garantizar esa continuidad. Que se imponga una u otra depende en parte de la actitud del Gobierno. Al plantear la hipótesis negociadora con el voto en contra del PP y el apoyo de fuerzas que opondrían escasa resistencia a aceptar concesiones como la de la autodeterminación o la territorialidad, el Gobierno se ha situado en una posición arriesgada. Con independencia del compromiso de no hablar sin renuncia previa a las armas, ETA, o el sector que busca razones para seguir en la brecha, podría ver en la expectativa de negociación la oportunidad para volver a dar sentido a su intervención: para vencer las resistencias a reconocer los legítimos derechos del pueblo vasco, a los que ya sólo se opondrían "los herederos del franquismo".

Según la tesis de un libro que acaba de publicarse en Francia (J. Alonso Aldama. Le discours de l'ETA. Limoges. 2005), el primer objetivo del Gobierno en las conversaciones de Argel de 1989 era hacerlas durar como fuera, prolongando así el periodo sin asesinatos. Mientras que el de los jefes terroristas en Francia, encabezados por Josu Ternera desde la cárcel, y secundados por los asesores de Herri Batasuna sobre el terreno, era el contrario: acelerar el desenlace para llegar a la ruptura una vez obtenido el reconocimiento como interlocutor político. Cada parte aplicaba la retórica (lenta o rápida) conveniente para esos objetivos.

Ahora se parte de la situación de hecho de dos años sin muertos, aunque sea por factores como la eficacia policial o la casualidad. Eso y la ilegalización de Batasuna (más la existencia de 713 presos de ETA) son los hechos objetivos que dan sentido a la expectativa abierta por Zapatero. Para que prospere será necesario no confundir hipótesis razonables con su interiorización por los etarras. En sus memorias, Ramón Recalde reconoce que el problema de haber intentado aplicar, a su paso por comisaría, en 1962, la teoría sartriana de que el torturador no es capaz de resistir la mirada del torturado sólo sirvió para excitar la furia de los interrogadores. "Estaba claro", concluye, "que eran ellos, y no yo, quienes tenían que haber leído a Sartre".

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