Fracaso político
La promulgación de la Ley Reguladora de la Actividad Urbanística (LRAU), en 1994, fue celebrada por el sector inmobiliario y el estamento político, además del jurídico, como un remedio ejemplar contra la inmovilización del suelo, el anacrónico concepto de la propiedad e incluso contra la especulación. Aun siendo una iniciativa del partido socialista fue asumida sin reservas por los conservadores y rápidamente se generalizó en el conjunto de las comunidades autónomas. Al amparo de la nueva normativa se ha impulsado la urbanización de millones de metros cuadrados de suelo rústico y ha cuajado la figura del agente urbanizador, que a menudo se ha comportado como una simbiosis de Merlín el encantador y Alí Baba.
Como es sabido, la aplicación de la mencionada ley, huérfana de reglamento, ha propiciado un aluvión de expolios, tantos que acabaron por alumbrar una plataforma denominada Abusos Urbanísticos No y miles de quejas ante el Defensor del Pueblo y el Síndic de Greuges, lo cual revela la cantidad de damnificados, su indefensión y los años que se viene prolongando este desmán legal. Como sin duda le consta al lector, las autoridades de la Unión Europea, a instancias de la referida plataforma, han tomado cartas en el asunto y han enviado comisiones de parlamentarios para que se percaten sobre el terreno de las denuncias tramitadas. Estos días ronda por estas tierras una de esas embajadas escrutadoras.
No cometemos ninguna temeridad si reiteramos que, al amparo de dicha ley, no pocos ayuntamientos y numerosos agentes urbanísticos han cometido cuantas tropelías les ha venido en gana mientras que los sucesivos gobiernos autonómicos y las mesnadas políticas en general -con mención especial de los dos grandes partidos (que en esto y en otras tantas historias son uno y mismo)- han practicado el tartufismo. Esto es, han mirado hacia otra parte mientras esquilmaban y oprimían a los propietarios, especialmente los pequeños y más desamparados ante las triquiñuelas legalistas y las confabulaciones corporativas.
Sí, es cierto que se anuncia otra ley inminente para sustituir la todavía vigente y enmendar sus lagunas, por las que se cuelan las canalladas. Pero lo que ya no tiene enmienda es el fracaso que ha exhibido durante estos años la fauna política gobernante en la Generalitat, insensible o incapaz de acotar las arbitrariedades que han auspiciado la intervención de los legisladores o inspectores europeos. Hubiera sido suficiente decretar una moratoria para frenar el frenesí de regidores y agentes en tanto se diligenciaban las soluciones. Pero se prefirió respetar esa especie de patente de corso urbanizadora que ha sido motivo de escándalo aquí y en los foros internacionales.
Es probable que no nos falten ocasiones para revisar y aun lamentar nuestra fe en la Unión Europea y en su unidad política. Pero episodios como el que glosamos nos reafirman el europeísmo, a la vez que nos delatan la endeblez de las instancias políticas indígenas, renuentes ante el problema, por más que -según dicen- en el próximo otoño regirá la nueva Ley Urbanística Valenciana (LUV). Sea o no cierto, pensaremos que, ante otro trance similar, siempre nos quedará la posibilidad de apelar a Europa cuando a ello nos aboque la miopía o la complicidad de la Administración autonómica.
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