El dolor
Una inmigrante guineana me dijo una vez con rotundidad implacable que en Guinea la gente no padecía depresión. ¿Es que los guineanos nacen con algún tipo de mecanismo de defensa?, le pregunté. No, me dijo, es que no hay psiquiatras. Nada absurdo había en el razonamiento ya que, si bien siempre hubo cáncer aunque no existieran las terapias actuales para atajarlo, en enfermedades de orden emocional los países ricos han forzado tanto la máquina de la lucha contra el stress, el trauma, la tristeza, la frustración o la simple melancolía, que ya nadie está dispuesto a tolerar la más mínima punzada en el corazón. Camino muchos días por el Upper West Side, barrio neoyorquino en el que muchos de los supervivientes del genocidio crearon su segunda patria. Son los abuelos de jóvenes absolutamente americanos, muchos de ellos ajenos a aquella historia. Muchos de estos ancianos han muerto, pero otros aún caminan trabajosamente por esta ciudad que no permite el paseo diletante. Los ves comiendo en los Delis sus antiguas sopas traídas de aquella Europa, de aquel mundo de ayer del que habló Stefan Zweig. Estos viejos son los jóvenes que aparecían en las novelas del judío polaco Bashevis Singer, que contó como nadie el pulso de la inmigración europea después de la Segunda Guerra Mundial. En las novelas de Singer aparecen mujeres que perdieron a sus niños pequeños en crematorios, mujeres locas que dejaban de creer en Dios pero creían en la otra vida y hablaban con las almas de sus hijos muertos, hombres que no pueden soportar la culpabilidad de ser supervivientes, rabinos que tratan de explicar las razones por las que Dios envió a tantos seres inocentes a la muerte. Aquellos supervivientes que Singer y Bellow convirtieron en literatura trajeron a Nueva York la narración de su tragedia, pero también su fuerza moral y la gran cultura que hoy todavía se aprecia. Los personajes de Singer toman pastillas para dormir porque no pueden olvidar a sus muertos, pero aun así trabajan, tienen otros hijos, y filosofan sobre el futuro del mundo. Y cuál ha sido el futuro. El futuro está plagado de terapeutas y psicólogos, que medican a los nietos de aquellos inmigrantes de sus nuevos grandes traumas, a saber: el divorcio de sus padres o la muerte de su perro. Ay, el dolor, en qué poca cosa lo hemos convertido.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.