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Columna
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Arde la Alhambra

Andaba el cronista no pudiendo creérselo. Pero el pasado día 5, en el hermoso parque de miniaturas de Sevilla, herencia de Expo 92, ocurrió. Un incendio fortuito arrasó la maqueta más bella del lugar, la de la Alhambra, reina de ese paisaje encantado que es Andalucía de los Niños. Muchos millones de pesetas costó ella sola, esbelta y señera como estaba, en lo más alto, coronando con sus torres de canela el verosímil conjunto granadino, cercano el níveo trajín de Sierra Nevada, los bonsáis de en derredor, por donde los pájaros de verdad se extasiaban, no comprendiendo qué ocurría con aquella diminuta fronda y si es que ellos habían de aminorar también sus cánticos...

Andaba el cronista, digo, no queriendo creérselo. Tan espantoso, que parecía mentira. Al día siguiente, pertrechándose de corazas un ánimo contraído, Gulliver en el Liliput de su alma, fue a verlo. Y no pudo contener unas lágrimas. Allí estaba la Torre de Comares hecha un carbón, el palacio de Carlos V, amasijo de escorias renegridas, y hasta le pareció que los leones del patio más bello de la Tierra corrían despavoridos ladera abajo de un reino que se perdía irremisiblemente, como aquel otro de antaño. Recibió entonces el cronista promesas de recuperación, vía seguros, y se quiso llevar la certeza de que el milagro volvería. Seguramente es que necesitaba creerlo. Hasta que otro incendio verdadero, en los alrededores de la Alhambra grande, arrasó 20 días después 10 hectáreas de matorral, como haciéndose eco, por transferencia simbólica, del que había acabado con su representación en Sevilla. Y entonces el cronista se sobrecogió, más allá de todo lo explicable.

El honor de la verdad requiere ser agradecidos. Después de 13 años de intemperie, soles abrasadores y lluvias inclementes, Andalucía de los Niños subsiste por el cuido que ponen en él los servicios de Isla Mágica, a la que un precipitado día, tras la Expo, le fue adjudicado el parque, contra todo pronóstico. Pues no era ese su destino, sino el de muestrario ejemplar de las bellezas de nuestra región, para enseñanza diaria de los niños de todas partes que vinieran, llevando de la mano a sus maestros, padres y abuelos; a recrearse, paladear un paisaje-pronóstico, lleno de palacios mágicos, catedralitas portentosas, puentes para el tránsito de hormigas, embelesadas también, castillos de princesas despertando, trencitos con sus andar primoroso... Nunca se pensó como complemento secundario de un parque feriado, para gentes que vienen con prisa a otras holganzas, a quemar emociones turbulentas, y que suelen pasar de largo por Andalucía de los Niños. Además, Isla Mágica abre cuando los colegios cierran. Una contradicción. Algo habrá de sacar de este incendio que avisa. Desde luego, la Junta de Andalucía, propietaria del portento, no puede dejarse ir, así como así, un esfuerzo gigantesco -por paradójico que parezca- como el que allí se realizó. Pues más allá de los 800 millones de pesetas, de los artesanos venidos de todas partes, subsiste la idea primera, la idea pedagógica, tal como brotó de sus inventores, con su arquitecto al frente, Ignacio Aguilar, que a buen seguro habrá derramado desde su Cielo muchas más lágrimas.

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