Por una nueva Mesina
El no francés a la Constitución europea fuerza a la UE a tener que repensarse. No conviene llamarse a engaños: el texto ha quedado malherido, y si mañana los holandeses le dan la puntilla en su referéndum -y Blair retira el proyecto del suyo- se verá que la rebelión no habrá sido sólo de los franceses. No ha sido meramente un voto contra esta Europa, pues se han mezclado muchas razones, pero su efecto va contra ella. Salvo que Francia quedara sola en su rechazo, no hay repetición posible, ni recomendable, como tampoco lo es una renegociación.
Ahora bien, pese a la urgencia de los problemas políticos y económicos de la Unión Europea, no conviene precipitarse. Los 25 deben ahora darse un tiempo de reflexión. Tras responder a ¿qué ha pasado?, hay que dejar que las aguas se calmen. Cabría convocar, una vez que se sepa quién gobierna en Berlín, una nueva Conferencia de Mesina, con una composición a inventar, para mediados de 2006, como la que justo hace ahora 50 años, del 1 al 3 de junio de 1955, reunió en la ciudad italiana a los mandatarios de los entonces Seis para salir de la crisis provocada por la defunción, a manos de la Asamblea Nacional francesa, de otra idea francesa, la Comunidad Europea de Defensa. De ahí salió el impulso para el Tratado de Roma firmado en 1957, tan sólo dos años después de la crisis. Claro que, a 25, será más difícil.
Con ser graves, lo más grave no son las consecuencias de lo ocurrido, sino sus causas, y para resolverlas no bastarán parches. Naturalmente, cada país es libre de hacer lo que considere oportuno, pero, salvo el inmediato holandés, seguir con los referendos previstos como si nada podría agravar la situación, incitar a votar en contra, o a la abstención. No se puede sacar un texto así de la ciudadanía con fórceps. Pero que el proceso se tome un respiro no significa que el debate deba detenerse. Hay que provocar una amplia discusión en Europa. En la Convención y en las posteriores negociaciones entre gobiernos ha faltado la altura de miras que unos Hamilton o Madison llevaron a la de Filadelfia, que produjo la Constitución de los Estados Unidos de América, todo un ejemplo de síntesis, claridad y belleza en un texto jurídico. A eso debemos aspirar los europeos, aunque en el futuro previsible no vayamos a construir un Estado, federal o no, sino un nuevo tipo de Unión, lo que no es poco.
Antes de adentrarse en una nueva Mesina, los jefes de Estado y de Gobierno de los países miembros, con sus ministros de Exteriores y las instituciones de la UE, deberían ser capaces de discutir con plenitud, sin respuestas preconcebidas. Sí deben estar claras las preguntas siempre eludidas pero ahora inevitables: ¿qué queremos y podemos hacer todos juntos? ¿Qué otras cosas queremos hacer entre unos pocos y quiénes? ¿Cuáles deben ser los límites geográficos de la Unión y qué hacer con los que quedan fuera? Y todo ello, ¿con qué medios? Los 25 no tienen foros para debatir con tranquilidad sobre estas cuestiones fundamentales. Se intentó en Formentor en 1995 y posteriormente sólo otra vez.
Nunca habíamos los europeos llegado tan lejos como con esta non nata Constitución, y desde 1992, Europa, incluida la moneda única, se ha construido sin gran debate y sin crisis. Tenía que llegar. Pero no hay mal que por bien no venga, si se sabe aprovechar. Esta Constitución, lograda con un enorme esfuerzo y pensada para hacer más gobernable una Unión de 25, carece de hilo conductor, incluso de filosofía básica. Contiene un diseño institucional excesivamente complicado, que rompe los equilibrios institucionales principalmente en contra de la Comisión Europea (un gran invento) y en favor del Consejo, es decir, de los Estados. Y era difícilmente reformable, salvo, siempre, por unanimidad. Pensemos en algo que se adopte por unanimidad, pero que pueda entrar en vigor cuando dos tercios de los Estados representando otro tanto de las poblaciones lo hayan ratificado. Mientras, se pueden salvar algunos muebles y seguir adelante, por ejemplo, con el Servicio Exterior Europeo; reafirmar la presencia internacional europea, pues su ausencia o parálisis (incluso la Administración Bush lamenta este resultado) dañaría gravemente el proceso en Oriente Próximo, en Irán u otros lugares; avanzar en las reformas económicas absolutamente necesarias, pues la globalización lo impone, y cerrar el nuevo marco presupuestario cuanto antes, evitando el tradicional regateo.
No vayamos tampoco a creer que el neoliberalismo avanza imparable y destruye sin piedad el Estado del bienestar. El caso de los países nórdicos, cuyos avances en productividad han sido superiores a los de Estados Unidos y que mantienen unos sistemas sociales sin igual, puede marcar un ejemplo a seguir. Ése es el grito que ha salido de Francia, y que el Consejo Europeo del 16 de junio puede empezar a contestar. Pues el gran fracaso de Europa como tal ha sido no sólo el de algunos de sus países, sino, en la construcción de la Unión Económica y Monetaria, haberse olvidado de esta segunda mitad, la económica, tan fundamental, pero que se ha quedado en una mera coordinación de políticas nacionales o en un corsé, en vez de un marco desde el que impulsar posibilidades.
La suma de protestas nacionales que estamos viviendo en Alemania, Francia, Holanda u otros lugares puede servir para explicar el fracaso europeo. Francia se ha pronunciado de un modo diferente al de una Alemania cuyos ciudadanos no han tenido ocasión de votar directamente. Pero también hay una causa, y, por supuesto, un efecto, europeos. El caso es que vemos una Francia sin rumbo, una Alemania en crisis y una Gran Bretaña que teme a Europa. Así, Europa no puede funcionar. El necesario, mas no suficiente, eje franco-alemán tardará en recomponerse porque sus extremos están ambos en crisis.
No estamos ante una crisis de la democracia, pero sí estamos desde hace tiempo viviendo en Europa una carencia de liderazgo político, individual y colectivo. La tristeza con que Blair ha marcado el hecho histórico de haberse convertido en el primer laborista en ganar un tercer mandato refleja también un cierto cansancio del otro lado del Canal de La Mancha. Estamos, como hace tiempo diagnosticara Delors (tras cuyo paso por Bruselas nunca los líderes volvieron a querer una Comisión fuerte), una crisis de la política y de la forma de hacer política.
La propia integración europea obliga a unas decisiones que exigen consensos entre Gobiernos de signos diversos, al margen, por ejemplo, del eje izquierda-derecha. Y porque, debido a la globalización y a los cambios tecnológicos, cada vez más cosas escapan al control político, y, desde luego, democrático, alimentando el escepticismo o el estar a la contra.
Lejos de ser perfecta, es, o era, la mejor Constitución posible en el contexto en que se ha elaborado, y sería mejor que entrara en vigor. Pero el contexto está cambiando, y se puede llevar por delante estos esfuerzos.
En cuanto a la ampliación, también hemos entrado en ella en tromba sin debate. El plan de entrada pausada de miembros, cada cual según sus méritos, se tiró un buen día a la papelera sin mediar reflexión suficiente, en favor del todos a una. Turquía, Ucrania y varios balcánicos llaman también a la puerta. Falta un diseño de la Gran Europa. Mitterrand, a su modo, lo vio. Los que le siguieron, no. Pues Chirac bien puede establecer frenos al ingreso de Turquía, por ejemplo, mas sin tener una alternativa.
Los gobiernos parecen superados por el ritmo del cambio y los acontecimientos. Por eso deberían pausar y reflexionar. Hablar con la juventud que preocupantemente, en Francia o en España o en tantos países, le da la espalda a esta Europa poco entusiasmante y que dapor supuesta. Hacer que los ciudadanos participen más. Y volver a darle un hilo conductor a Europa o a las Europas. Es necesario recuperar un sentido del rumbo, del proyecto, que se ha perdido. ¿Estarán los actuales líderes europeos a la altura? Ahora es el momento de demostrarlo.
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