El callejón sin salida
Franco y masivo, como habría dicho De Gaulle, el no francés a la Constitución Europea no es un accidente. Ha sido expresado al final de un debate como hay pocos en la historia de este país. Preguntados sobre un texto, numerosos ciudadanos se han informado sobre sus principales artículos y los comentarios opuestos que hicieron sobre ellos los partidarios del sí y del no. Nadie pretenderá que los franceses han realizado un mero ejercicio de exégesis y que se han pronunciado a favor o en contra del tratado constitucional debido a tal o cual de sus 448 artículos. En efecto, una Constitución es un contrato acordado entre los ciudadanos. Como todo contrato, los términos en los que está redactado tienen menos importancia que el atractivo de lo que promete. El rechazo al tratado constitucional revela, en primer lugar, que una mayoría no tiene, o ha dejado de tener, ganas de Europa. Hasta el punto de haber corrido el riesgo y de tener que asumir de ahora en adelante el haber debilitado la posición y las capacidades de Francia en Europa. "Todos tenemos una buena razón para votar no", dijo Philippe de Villiers, dando así un ejemplo perfecto de cinismo en la demagogia. En efecto, ése era el mensaje del no. Poco importaban los motivos siempre que se votara no.
En esta votación, organizada por un hombre que ahora corre el riesgo de pasar a la posteridad como el doctor Strangelove de la política, utilizando contra sí mismo en el intervalo de unos años la disolución de las cámaras y el referéndum, lo que estaba en juego era ante todo una idea. Una idea que derribar. En efecto, los partidarios del no querían acabar con lo que consideran el mito europeo. Por nacionalismo, por xenofobia, por dogmatismo o por nostalgia, querían librarse de esta Europa que tapa el horizonte, que desordena las costumbres, que impone cambios. Otros, que no eran antieuropeos, se han dejado convencer de que se podía decir no a "esta Europa" para obtener otra. La verdad es que la única Europa posible es aquella que los europeos están dispuestos a hacer juntos. Es de temer que hoy ya no quede gran cosa de ella. Europa es una construcción frágil, y quizá nos demos cuenta -pero demasiado tarde- de que es reversible, cuando una parte de los partidarios del no -los más jóvenes- la consideran como algo ya conseguido. Está permanentemente en un compromiso frágil. Francia acaba de romperlo y corre el riesgo de ver progresivamente cómo se desteje una Europa maltratada por la bocanada de aire nacionalista y proteccionista que el no francés puede provocar.
El no es también la victoria de una protesta en todas partes. Como si tuviésemos que vivir en una democracia del descontento generalizado. En su centro se encuentra el nivel -insoportable- de paro. Aunque su nivel se debe más a una mejor o peor alquimia nacional, el paro también ha sido un reproche dirigido a Europa. Poco importa que el mercado único, el arancel exterior común, la liberalización de los intercambios y, dentro de sus límites, las políticas comunes hayan permitido crear o salvaguardar millones de empleos. El hecho es que el paro es más alto, de media, en la Unión Europea que en Estados Unidos y que la ampliación ha incrementado la competencia. Pero también es cierto que los trabajadores procedentes de otros países están presentes, en Francia, en sectores en los que escasea la mano de obra, como la construcción o la hostelería y restauración. Sin embargo, las deslocalizaciones no dejan de ser reales. Cada día, o casi, hay empresas que cierran o que reducen el número de asalariados y se instalan en otros países, la mayoría de las veces fuera de Europa. Asimismo, cada día hay empresas que se crean o que contratan, pero no en las mismas categorías de empleos. Para quienes son víctimas de estos movimientos la realidad es terrible. La UE no tiene mucho que ver. La competencia internacional es un hecho del que ningún país puede abstraerse, salvo si elige el inmovilismo y la pobreza. Y no vemos mediante qué toque de varita mágica el hecho de haberles dicho no podría incitar a nuestros socios a lanzarse, como ha pedido Henri Emmanuelli, a un amplio plan de lucha contra el paro que supondría, previamente, un paso más hacia una integración que acabamos precisamente de rechazar. Primer callejón sin salida.
Los países ricos -como han demostrado Gran Bretaña y los países escandinavos- pueden intervenir en sus mercados laborales; pueden reducir el paro mejorando el coste y la calidad del trabajo. Pero -segundo callejón sin salida-, ¿qué podemos salvar de las diversas protestas, incluso de las ganas de pelearse, expresada por los vencedores del 29 de mayo? ¿Cómo separar el grano de la paja? ¿A cuál de sus portavoces -Le Pen, de Villiers, Fabius o Besancenot- hay que dar más crédito? ¿Hay que considerar, como Nicolas Sarkozy, que la victoria del no impone unas reformas "enérgicas" y que sólo se podrá salvar el "modelo social" francés reformándolo en profundidad? ¿O hay que tener como única consigna el statu quo, ya que el temor al cambio se encuentra también en el centro del no? ¿Y qué parte del mensaje hay que hacer prevalecer en el capítulo de la identidad francesa: el de los soberanistas o el de los socialistas?
A menos que se emprendan los esfuerzos necesarios para ajustar la demanda y la oferta de empleo, el riesgo en cualquier caso es seguir provocando reacciones hostiles hacia los extranjeros. Hace 20 años, la extrema derecha afirmaba que la causa del paro era la inmigración magrebí. Hoy por lo visto todo el mal se debe al "fontanero polaco". Pero el pelado, el sarnoso no sólo se encuentra en el Este. También está en el Sur. El presidente de Attac, organización que militó de forma intensa a favor del no, presentó en estas columnas a España, Portugal y Grecia como un grupo de países "bajo una perfusión permanente de fondos europeos" y que, por esta razón, "aceptan todas las directivas que se aprueban por temor a perder sus financiaciones". Con semejantes afirmaciones se mide el fervor europeo e internacionalista de los partidarios del no "de la izquierda". Ésta sin duda aún no ha medido -tercer callejón sin salida- la onda de choque: en efecto, la izquierda está más afectada por la victoria del no que la derecha. Porque el referéndum se ha decidido entre sus filas. Para todos aquellos que, en el Partido Socialista pero también en el Partido Comunista e incluso en la extrema izquierda, se habían convertido a la realidad europea, es una grave regresión. El debate sobre la Constitución ha convertido a la UE en la línea de demarcación entre los "social-liberales" y los "anticapitalistas", los reformistas y los partidarios de una "ruptura". Mientras que, desdeFrançois Mitterrand, existía un acuerdo en la izquierda para considerar Europa como un nuevo espacio político que ocupar y para tratar de reforzar su dimensión política, precisamente a fin de contrarrestar el poder económico, el rechazo del proyecto constitucional ha arrojado la crítica social de la Unión del lado de la crispación nacionalista.
En efecto, digan lo que digan, los antieuropeos de izquierdas no sólo han sumado sus votos a los de Jean-Marie Le Pen y Philippe de Villiers. Han mezclado sus votos. Y han circulado algunos argumentos, que van de la derecha nacionalista a la izquierda radical. Así pues, la izquierda francesa corre el riesgo de quedar paralizada por esta "división europea" como lo estuvo, entre los años cincuenta y ochenta, por la cuestión soviética. O como la izquierda británica cuando hubo una mayoría dentro del Partido Laborista que aupó en su liderazgo al antieuropeo y neutralista Michael Foot en 1980. Los laboristas tardaron 17 años en reencontrar el camino del poder bajo la dirección de Tony Blair.
La derecha tiene a su favor el haber sido seguida por el 80% de su electorado, que ha votado a favor del sí como solicitaban sus jefes. Jacques Chirac no ha puesto su mandato en juego. La mayoría parlamentaria no ha quedado fragmentada por el resultado del referéndum. Por lo tanto, no hay razón para esperar o solicitar la marcha del jefe del Estado, como han hecho Le Pen y de Villiers. El cambio de Gobierno dará al presidente y a su bando la tregua necesaria para tratar de empezar de nuevo. Queda lo esencial: ¿qué política seguir para responder al no expresado por los franceses? Se interprete como se interprete la ola contestataria, significa que el sistema francés -excepción o modelo, como se prefiera- no funciona. Es muy urgente tomar acta y ponerle remedio. Si se quiere encontrar algún mérito a este triste no, entonces hay que fechar en el 29 de mayo de 2005 el final de un consenso francés apegado a que nada cambie. Dejar de hacerse ilusiones sobre un ideal francés, que la UE cometería el gran error de no adoptar: a esto es a lo que nos invitan el referéndum y el debate que lo ha precedido. Tratemos de evitar, como algunos sugieren ya, el replegarnos a una concepción estrecha del "interés nacional". Hagamos, sin complacencia y sin ceguera, el inventario de lo que no funciona, de lo que nunca volverá a funcionar, de lo que los franceses ya no aceptan o ya no deberían tolerar, y exploremos las vías que permitirán al país retomar su camino, devolver la confianza a estas clases medias que tienen la impresión de perder pie. Y deseemos que el cambio devuelva a la mayoría de los franceses el deseo de Europa.
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