Silencio culpable
La sociedad mediática es así: a veces hay una realidad lacerante que permanece oculta a la vista de todos, pero un día emerge con toda su crudeza y observamos con horror que detrás de un suceso aparentemente excepcional se oculta un ingente caudal de sufrimiento. Así ocurrió con la muerte en 1997 de Ana Orantes, a la que su marido prendió fuego después de denunciar en televisión que era víctima de malos tratos, y así sucedió con el suicidio de Jokin, el adolescente de 14 años de Hondarribia que se arrojó desde la muralla de la ciudad guipuzcoana en septiembre de 2004, víctima de una depresión reactiva a una larga situación de acoso psicológico y malos tratos físicos por parte de sus compañeros de instituto. La misma depresión que llevó a Cristina, una chica de 16, a arrojarse desde un puente de Elda el pasado día 24.
La familia de Jokin ha recurrido la sentencia del Juzgado de Menores de San Sebastián, que condenó a ocho de sus compañeros a 18 meses de libertad vigilada, al estimar que el fallo no tuvo en cuenta la crueldad, persistencia y ensañamiento de los imputados. En el caso de Cristina, los padres habían presentado una denuncia por agresiones contra tres de sus compañeras el pasado diciembre. Sus muertes han puesto de manifiesto que hay más violencia en las aulas de la que todos quieren admitir. Tres de cada diez alumnos de la ESO confiesan haber padecido insultos, el 8,5% ha sido amenazado, y el 4,1%, agredido, según un informe del Defensor del Pueblo de 2000. Por definición, para que una situación de acoso llegue a consumarse es preciso el silencio culpable de muchas personas. Porque los acosadores, para llegar a cumplir su propósito, necesitan la humillación de la víctima y eso sólo puede conseguirse si hay una cierta exhibición pública y el desprecio, los insultos y las vejaciones se producen en presencia de otros. Puede haber además presión psicológica y agresión física oculta a la mirada de los demás, cuyo propósito es el amedrentamiento para evitar que la víctima denuncie el daño, pero tan importante como esta agresión directa es la estrategia de aislamiento social, de erosión de su autoestima.
Si eso se produce en el aula o en el patio, hay que ser muy insensible o estar muy ciego para no verlo. O mirar a otro lado. El acoso no es posible sin el silencio culpable de muchos compañeros y educadores. Y de una cierta tolerancia hacia las conductas agresivas, de la que participan algunos padres, fruto de la idea de que crecer es entrenarse para abrirse camino en una selva donde sólo sobrevivirán los más fuertes.
Determinadas carencias psicológicas, la falta de maduración y la escasa capacidad de empatía puede llevar a algunos niños y adolescentes a ser muy crueles, especialmente en grupo. Se observa con frecuencia en las aulas y los patios de recreo. Algo que las familias también pueden ver. De modo que si hay acoso es porque hay tolerancia hacia esas conductas. Porque alguien calla. Precisamente allí donde se observa falta de voluntad o capacidad de autocontrol es donde debe actuar con más decisión el control social. La vigilancia activa del entorno. No sólo por las víctimas. Por todos.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.