Negro espiritual
Flaubert viajó, vio La tentación de san Antonio de Brueghel y sintió la tentación él mismo. Compró una reproducción, la colgó en su cuarto de trabajo y la miraba insistentemente. Los maestros antiguos utilizaban las leyendas antiguas de utilidad cristiana para pintar señoritas desnudas. En esta tentación hay tres en torno al santo, pobre viejo ermitaño que vivía tranquilo con su puerco; alguna más vaga por la gran composición. En esto Flaubert dudó de si San Antonio fue bueno o malo, si las tentaciones sirven para caer en ellas -diría después Oscar Wilde- y se llenó de dudas. Comenzó a trabajar en su obra -novela dialogada, representable- y pasó años con ella.
El gran hombre de teatro -de todas las ramas del teatro- Robert Wilson imaginó un espectáculo, lo explicó en su escuela, y Bernice Johnson Reagon se fascinó a su vez, leyó a Flaubert con emoción y la vio como representada por un conjunto negro que cantaba música espiritual, y su feminismo se rebeló en un punto: "No me gustaba", dijo, "que la mujer fuese la única fuente de tentación lujuriosa": quiso que San Antonio fuese tentado también por la lujuria homosexual: y así pasa.
La tentación de san Antonio
Sobre la obra de Flaubert, por Bernice Johnson Reagon (música y texto). Dirección, diseño, escenografía, iluminación: Robert Wilson. Intérpretes: Carl Hancock Rux, Helga Davis y la compañía del Watermill Center de Southampton, Long Island. Teatro Español. Madrid.
Fascinación
Lo que ve y oye el espectador español en esta obra es el cántico de bellas voces con la excelente música de Bernice; los someros carteles de la traducción dejan adivinar algunos de los problemas del santo y, desde luego, los de Flaubert, que tenía preocupaciones por el diablo. Al frente de su obra puso una frase en la que se pide al "señor demonio" que le deje en paz. Y al final de esta representación algunos espectadores pueden seguir sintiendo la duda de si el santo hizo bien o mal rechazando las tentaciones. Cada uno lleva su San Antonio dentro. En cuanto a mí, sentí sobre todo la fascinación por las canciones dentro del espectáculo de San Antonio.
El espectáculo de Robert Wilson es más frío que los intérpretes: una breve escenografía que puede ser la de un templo, algunos objetos con los que imaginar la montaña o la mesa suculenta de la glotonería, y un orden muy estricto. Estoy más cerca de Brueghel, con su desorden y su barullo de ofertas al recio barón, de una cierta anarquía de todos, que de esta colección de escenas separadas. Pero me interesa, por encima de todo, el "negro espiritual" de esta gran compañía y de sus músicos, un sexteto dominado por la guitarra, la batería y la percusión, que apenas deja que los espectadores sigan sentados en sus butacas. Algunos aullaron a placer, otros dieron sus palmadas de coro (con esa desgraciada insensibilidad del español por el ritmo, que hacía parecer una ametralladora a lo que debía ser unísono) y todos ovacionaron largamente el trabajo de artistas, músicos y creadores. Merecido.
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