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Columna
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La cláusula del pepino

Ya viene el nuevo estatuto valenciano, un estatuto con más claves españolas que una guitarra. Lo cual no es bueno ni malo, sino síntoma de cómo está el país. Éste y el de allende Contreras. El nuevo estatuto es útil para Zapatero porque, por primera vez en la legislatura, abre un espacio para el pacto con el PP que desbloquea el proceso de reformas legislativas y constitucionales a las que se ha comprometido con las fuerzas periféricas, pero para las que requiere el concurso de los populares. Es un pacto que rompe el ritmo de oposición legionaria del PP, algo bueno para el PSOE y también para Rajoy, que de esta forma puede recordarse a sí mismo y a los suyos que hay mucho espacio de juego político entre el búnker de la FAES y el centro. También el nuevo estatuto beneficia a Camps, como presidente de un Consell hasta la fecha inane y favorece a Pla que aparece como líder emergente y que como el propio Camps, también queda apuntalado en clave interna.

Sin embargo, desde una perspectiva estrictamente autonómica, al proceso estatutario le ha faltado nitidez, objetivos precisos y grandeza de miras. Está más oscuro por lo no hecho, por la oportunidad perdida, que claro por lo realmente conseguido: algunas pequeñas competencias y reconocimiento de nuevos derechos sociales. Ha habido sobre todo, una oportunidad perdida de profundizar en la democracia, integrando a las minorías mediante la rebaja de la cláusula del cinco por ciento para el acceso a las Cortes Valencianas. Se ha favorecido codiciosa y cicateramente el bipartidismo, a pesar de haber aumentado el número de escaños. Oportunidad perdida para acabar, de una vez por todas, con las carpetovetónicas diputaciones, un residuo administrativo de las obsoletas provincias, que pese a todo se han mantenido como circunscripción electoral. Oportunidad perdida para hacer una reforma administrativa acorde con la realidad del país y de sus comarcas. Por no hablar de la cuestión lingüística, que se ha limitado al reconocimiento de la Academia Valenciana de la Lengua.

El nuevo estatuto, prevé, sí, la creación de un servicio tributario propio, pero su entrada en vigor queda condicionada a la reforma de la ley orgánica de financiación de las comunidades autónomas. Algo similar a lo previsto en materia judicial, con la creación de un consejo de ámbito autonómico, meramente virtual, a la espera de una hipotética reforma de la ley orgánica reguladora del Consejo General de Poder Judicial. Es decir, lo que hace el estatuto valenciano es abrir el terreno de juego, poner sobre la mesa del Estado, de sus Cortes Generales y sus leyes orgánicas, el debate territorial. Lo cual está muy bien, pero no es para lanzar al vuelo las campanas... al menos las del Micalet.

La prueba de que estamos ante un estatuto verde como un pepino y de que el verdadero y jugoso melón territorial está por abrir es la llamada "cláusula Camps", una disposición según la cual se reconoce a la Comunidad Valenciana el derecho a reclamar a través de las Cortes Valencianas cualquier competencia adicional que logre otra comunidad autónoma. Algo que, por su irrelevancia jurídica, no deja de ser una ridiculez: obviamente en nada vincula al futuro legislador estatal el deseo indeterminado del actual legislador. En fin, que lo que la cláusula Camps consagra es el derecho al pataleo ante lo que está por venir.

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