¡Menuda soy yo!
NO ES POR TIRARME el moco, pero yo soy sublime sin interrupción. Lo digo desde la objetividad. Tú a mí me ves haciendo la cama, pasando la aspiradora o, aún peor, limpiando el inodoro y piensas: caray, esta chica tiene clase. Yo no vivo, yo actúo. Actúo desde que me levanto hasta que me acuesto. Yo no creo en la naturalidad. Yo hay días que me levanto como de los años treinta, y me pongo un sombrerito con una flor que me cae sobre la cara; y otros me levanto de los años setenta, y con mis vaqueros acampanados y Gloria Gaynor cantando I will survive en mi Ipod soy la tía más pop de la línea 6. Para la limpieza de la casa siempre elijo un look de los cincuenta, aquel look de mujer que está a punto de liberarse, pero que no lo consigue y pasa la aspiradora con desgana, con la aspiradora en una mano y un cigarrillo en la otra. Un poco a lo Lee Reemick en Días de vino y rosas, sólo que yo, en vez de tirar del brandy, le pego un viaje a mi botella de Tempranillo, que, por cierto, está teniendo un exitazo tremendo en Nueva York, sólo que en los restaurantes tienes que aprender a pronunciarlo en inglés para que te entiendan; dices: "Chempreanilou", y entonces ya sí. Cuanto más borracho estás, mejor lo pronuncias. Yo le doy al Tempranillo en la soledad de mis tareas domésticas. Antes me ponía una copa; ahora, ni eso: actualmente bebo a morro de mi Chempreanilou, y entonces paso la aspiradora con otro ánimo. Comprendo perfectamente que a Lee Reemick le pasara lo mismo. Mi amigo Joselito de Barcelona no hace más que chincharme para que escriba sobre unas recomendaciones domésticas para señoras que vienen en un anuncio de cereales de Nestlé. Son consejos para que las señoras aprovechemos esos edificantes momentos de limpieza para muscular nuestros glúteos o reafirmar nuestro abdomen. Gracias, Nestlé. Los dibujitos del anuncio son muy años cincuenta y tienen algo de enternecedor. Yo podría hacer una crítica (¡menuda soy yo!) sobre la publicidad sexista, pero no la voy a hacer (¡menuda soy yo!) porque cuando vives en el país de la corrección política estás tan acogotado que te haces más tolerante hasta con los que tiran piedras contra tu propio tejado. Yo he colocado los consejos musculares con un imán que tengo en la nevera, que compré en Sevilla en una tienda de souvenirs: es una mujer vestida de gitana y tiene un hueco para que pongas tu foto. He puesto una mía con el pelo limpio, no como ésta que ilustra mis artículos, que me la hicieron el único día en mi vida que lo llevé sucio, y eso ha creado de mí una imagen distorsionada internacionalmente. Cuando estuve en Buenos Aires, la gente me decía: "Sos más linda que en la foto del diario, y qué limpio tenés el pelo". Lo flipo. A mí me encanta el imán de la gitana. Me encantan los souvenirs. La gente que viene de turista a Niu Yol siempre te dice: "Queremos ir a lo auténtico". Yo les digo: "Una vez que hayáis subido al Empire State, comprado una taza de té con el gorila en relieve de King-Kong, dado la vuelta a la isla en el ferry, comprado un cartier falso en Chinatown y comido un sándwich de pastrami en un Deli, entonces hablamos". Pero la gente no quiere ser turista. En realidad, la culpa la tuvieron los escritores, que hicieron esa distinción tan cursi entre turista y viajero, y la gente, que cree inocentemente en la superioridad del literato, sueña con ser viajero, y los pobres ni tan siquiera se ponen para salir en las fotos porque consideran que es una horterada y vuelven a casa sin retratos, y eso yo (concretamente) lo encuentro muy triste. Todo esto lo pensaba yo en mi cocina, haciendo los ejercicios Nestlé y preparando unas judías pintas. Soy sublime. Ahora cuando cocino estoy monísima, con un delantal de lunares y volantes que me compré en la tienda sevillana. Con dos tragos más de Tempranillo te hago un zapateao que tiembla el misterio. Soy fanática del souvenir. Andy Warhol elevó el souvenir y el objeto cotidiano a la categoría de arte. Yo, como no tengo pasta para comprarme arte warholiano -hace poco se subastó su retrato de Liz Taylor por 11 millones de dólares-, me compro el objeto directamente. El otro día me compré en un anticuario una cabeza enorme de Micky Mouse de los años setenta que me alegra el salón. ¡En un anticuario! Me acuerdo de cuando no te podía gustar Micky Mouse porque era un capullo reaccionario, y ahora lo tengo ahí, presidiendo, con su pajarita y sonriendo, siempre alegre, como diciendo: "Soy cultura de masas, y qué". No te podía gustar Walt Disney, o sea, que no te podía gustar Dumbo, y yo sufría mucho, porque Dumbo era para mí (concretamente) más que Oliver Twist. Yo soy muy de souvenirs. De Argentina me traje un librito de esos que, al pasar las hojas, las imágenes cobran movimiento. En éste se ve el famoso gol de Maradona frente a Inglaterra después de la guerra de las Malvinas. Qué sublime que soy, pienso, con mi delantalito con volantes, haciendo mis ejercicios Nestlé, con el retrogusto del Tempranillo en mi paladar. Hasta las bragas las llevo de la Betty Boop (le he comprado unas a Marsé, otro fetichista del souvenir). Y como soy sublime sin interrupción, dado que lo único indecoroso que tienen las judías son sus efectos secundarios, las compro tratadas biológicamente, y mis judías, queridos lectores, parecen hechas en Logroño, pero no dan gases. Ya sé que el pedo posjudiesco puede considerarse un souvenir tremendamente español, y que sería un homenaje a Sancho Panza en el año del Quijote; pero como que paso, tía. A mí no me des más pedo que el del Tempranillo.
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