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Reportaje:

Toda una vida con el pincel

Menchu Gal repasa su larga trayectoria pictórica con motivo de su muestra antológica en Irún

Maribel Marín Yarza

A Menchu Gal (Irún, 1918) le ocurrió en sus comienzos lo mismo que a muchas figuras destacadas de la historia del arte: le sugirieron que no servía para la pintura. "Me dijo una monja que me dedicara a otra cosa, pero... Soy una rebelde", ironiza. Así que decidió apostar por sí misma y entregó su vida al arte. Conoció el cubismo y el fauvismo en París, participó en la renovación de la pintura de la posguerra en España, realizó importantes exposiciones y en 1959 se convirtió en la primera mujer reconocida con el Premio Nacional de Pintura. El Ayuntamiento Irún, que proyecta crear un museo con su nombre, le rinde ahora homenaje con una muestra antológica en el Centro Amaia (Urdanibia, 5). La exposición reúne, hasta el 3 de julio, 50 paisajes, retratos y bodegones que sintetizan sus 70 años de dedicación a la pintura.

"¿Que cómo empecé a pintar? Pues no lo sé. Es como si me pregunta que cuándo empecé a andar. Llevo haciéndolo desde siempre". Gal habla sobre su vida y obra en su domicilio de Irún, un museo vivo de paisajes del Bidasoa y de La Mancha. Le acompaña Iñaki Moreno Ruiz de Eguino, artista y comisario de la muestra antológica, que va realizando apuntes sobre su trabajo. "Estoy convencido", dice, "de que si Menchu se hubiese quedado en Francia, sería hoy allí la repanocha, porque la historia del arte se escribe desde ese país". "Y sin embargo, allí no me conoce ni el gato", apostilla la autora.

Gal, una mujer de carácter, muy adelantada a su tiempo, no había cumplido aún los quince años cuando se plantó en París con los conocimientos que había adquirido junto a Gaspar Montes Iturrioz. "Mi madre me dejó en la pensión de unos italianos y en ese sitio me quedé", recuerda. Allí, a orillas del Sena, se formó junto al padre del cubismo purista, Amédée Ozenfant, descubrió a Matisse y su fauvismo el día que se coló en una exposición, y fue forjando su personalidad pictórica. Ella misma reconoce que fue "una locura". ¡Una mujer y, además, artista! "Me apena que me mandaran tan joven, porque no lo aproveché al máximo", dice.

Gal ha pasado por todo en el arte. Ha pintado hasta piedras de río que vendía como pisapapeles en Francia durante la Guerra Civil. Ella siente que fue precisamente después de la contienda cuando su universo de sello expresionista alcanzó la madurez. Ocurrió en Madrid, donde conoció a Federico García Lorca y a Pablo Neruda, aprendió a entender el paisaje manchego con Benjamín Palencia y tuvo como maestro al onubense Daniel Vázquez Díaz, como ella, un enamorado de la naturaleza del Bidasoa.

"Con lo que yo estoy más hermanada es con el paisaje de todas las épocas, porque para mi pintar paisajes es divertirme y ser feliz", explica. "El retrato también me ha gustado mucho, pero es más difícil y tienes que estar pendiente de una persona. El paisaje, en cambio... No te protesta". Ésas son las bases de su pintura que asoman con gran fuerza cromática en la exposición. Ella lo explica así: "El color es como comerte una fruta maravillosa".

Gal habla frente a un viejo cuadro inacabado, que rematará cualquiera de estos días. Lleva setenta años en esto y aún no se ha cansado. Cuando de niña sus amigas suspiraban por una muñeca, ella pedía acuarelas. Y ahora, no acaba de jubilarse: "Yo no concibo la vida sin pintar, nunca la he concebido".

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