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Columna
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Víctimas

El lenguaje engaña. Hace que parezca fácil. "Reconciliar: Volver a las amistades, o atraer y acordar los ánimos desunidos". Lo dice el Diccionario de la Real Academia. Volver al tiempo pasado, reunir lo que estaba desunido, aproximar lo que estaba alejado. ¿Dejar las cosas tal como un día estuvieron? La reconciliación como reparación, como posibilidad de recomponer lo que un día se rompió, de volver a poner en marcha lo que hace tiempo se detuvo. Como si de un electrodoméstico se tratara. Nada que no tenga arreglo. Reconciliar, reparar: parecen sinónimos. Pero, ¿puede remediarse el dolor causado? ¿Puede hacerse justicia a los asesinados? ¿Cómo reparar lo irreparable? ¿Cómo perdonar lo imperdonable? ¿Acaso es posible devolver el agua derramada al recipiente roto?

Hay quienes imaginan la reconciliación como el final feliz de una historia azarosa, complicada, dramática incluso. Es el modelo hollywodiense. No importa todo lo que haya podido ocurrir: al final llega la reconciliación y con ella el The end y el momento de volver a la cotidianidad, a la existencia de todos los días. Pero la reconciliación, la de verdad, no es tanto un final como un comienzo. Ahora empieza lo realmente duro. ¿Cómo vivir con lo ocurrido? ¿Cómo con-vivir con el dolor sufrido, con el daño causado, con los victimarios, con las víctimas? Hay otros que piensan la reconciliación como armisticio. Una especie de empate de horrores. Todos hemos sufrido, se dice. Hay víctimas en todos los lados. Tras años de conflicto, de sufrimiento, se firma el final de las hostilidades y cada uno se va con lo suyo (con el daño causado, con el daño recibido) a su casa. Y aquí paz y después gloria.

La reconciliación como paz apresurada. Como punto y aparte. Es la que pretende solventar una historia de violencia suprimiendo su recuerdo. No se busca superar sino dejar atrás. Oculta, casi siempre, un intento de encubrir las culpas propias. No, tal vez, las culpas criminales. Pero, como ya hemos dicho en otra ocasión, hay más culpas que estas. La forma más sencilla de reconocer estas reconciliaciones apresuradas consiste en ver quiénes son los que las impulsan y qué es lo que desean dejar atrás. Quienes animan estas reconciliaciones apresuradas son, normalmente, personas y grupos que han vivido relativamente al margen de las situaciones de violencia. Pero, ¿se puede realmente, desde una perspectiva moral, vivir al margen de las situaciones de violencia? Se convierten en exigencia a las víctimas. Son las víctimas las que, mediante un profundo cambio en la vivencia de la injusticia por ellas sufrida, deben contribuir a la reconciliación. Son ellas las que deben hacer el esfuerzo que nos permita reconciliarnos. Pero las víctimas, no podía ser de otra manera, rechazan estos remedos de reconciliación. Y se tornan incómodas.

Lo expresó como nadie Jean Améry, superviviente de Auschwitz: "Todos los presagios identificables indican que el tiempo natural rechazará las exigencias morales de nuestro resentimiento y finalmente las hará desaparecer. Nosotros, las víctimas, apareceremos como los verdaderamente incorregibles e irreconciliables, como los reaccionarios, en el sentido estricto de la palabra, opuestos a la historia, y el hecho de que algunos de nosotros sobreviviéramos se presentará por último como una avería". La película dura ya demasiado y nos revolvemos en nuestros asientos (espectadores privilegiados) desesperando por ver aparecer los títulos de crédito; pero las víctimas siguen en pantalla. Avería irresoluble, las víctimas desafían nuestro afán por pasar página. Restos delatores de una historia muy poco ejemplar, llega un momento en que desearíamos reducirlas a la inofensiva condición de residuos. Pero no se dejan.

Las víctimas son incómodas. ¡Cómo no van a serlo! Deben serlo, por nuestro bien. Pero no deberían incomodarse entre sí. Entre sí, no. Y alguien (alguien que sólo puede ser alguien de entre ellas) debería recordárselo. Es a nosotros a quienes tenéis que incomodar. A todos nosotros.

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