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Mis amigos filósofos

Les contaré mi pintoresca relación con la filosofía. Nunca la estudié: en el bachillerato tuve la mala fortuna de caer en manos de un hombre que nos pedía resúmenes del árido libro de texto sin explicación alguna por su parte. Su única consigna era: "Presentación atractiva y reducción del contenido al máximo". Como ven, el hombre tenía visión de futuro. Su obsesión por la síntesis ya debería habernos hecho sospechar. Pero lo gordo fue cuando nos dimos cuenta de que asignaba las mejores calificaciones a los títulos más vistosos y a los textos más breves. Pronto empezamos a rivalizar por hacer una tipografía más llamativa que el vecino, eso sí, en un solo folio, pues el llamado "resumen" no podía exceder las dos caras de una hoja. Mi nota más alta fue para "El ser y la nada". "El ser" ocupaba tanto espacio que "la nada" no cabía, y tuve que ponerla detrás; luego ya no me quedó espacio más que para dos líneas de resumen. Me puso un 10.

Y me quedé con las ganas de averiguar en qué consistía, no tanto el ser, que me resultaba más familiar, sino la nada, tan enigmática siempre. Años más tarde, el contacto con mis amigos filósofos alivió esta frustración. Eran personas que respiraban filosofía cuando reían y cuando hablaban, cuando trabajaban y cuando cocinaban, cuando actuaban con generosidad y cuando amaban. Vivía atenta a sus palabras y a sus gestos, y aprendí con su ejemplo que aquella extraña disciplina servía para vivir con corazón y con cabeza. Eso es mucho. Pero, además, fue un encuentro decisivo para mi vocación literaria.

Poco después, empecé a escribir ficción. Y sea cual sea el grado de interés o de calidad de mi obra, sin ese encuentro sería mucho más bajo. Es más, jamás me habría atrevido a publicar una sola línea de no haber sido por ellos. Con su concurso, me di cuenta de que la escritura debe ser limpia y pura, de que un narrador debe poder dar cuenta, por lo menos a sí mismo, del sentido de cada frase, de cada punto, de cada coma. Pero dejemos ya a los novelistas: puede que los que proponen arrinconar la filosofía en los planes de estudio piensen que dar alas a los novelistas es una misión de la que se puede prescindir perfectamente, y hasta les puede asaltar un mal pensamiento y decidir matar dos pájaros de un tiro.

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Hablemos, pues, de los matemáticos o de los físicos. No son pocos los que deciden antes o después de estos estudios profundizar el contacto con la filosofía. La relación entre ciencias puras y filosofía es de larga y fecunda tradición. Pero... ¿es un argumento de peso que se necesiten unos a otros? Al fin y al cabo, ¿no puede la ciencia de corte más especulativo acabar en el mismo rincón oscuro al que se condenan las disciplinas cuya utilidad no se puede demostrar en el acto? Seguro que nuestros jóvenes investigadores tendrían mucho que decir al respecto.

Hablemos, pues, de los fontaneros, una profesión cuya utilidad inmediata está fuera de toda duda. Hace un tiempo se me estropeó la calefacción. Vinieron tres operarios. Los dos primeros no fueron capaces de encontrar la avería, aunque sí de empeorar el problema. El tercero, como en las leyendas orientales, señaló una obviedad que los otros habían pasado por alto. Mientras hacía la factura, comentó: "Yo iba para chapuzas, pero estudié filosofía pura y me hice fontanero". El hecho es que, al no encontrar trabajo tras la licenciatura, se puso a trabajar de fontanero, y con el tiempo se daba cuenta de cuán útiles le eran estos estudios en su oficio manual. Ahora bien: que la filosofía pueda ser útil a los fontaneros tampoco es argumento convincente. Por suerte, el azar combina la experiencia y el sentido común dando como fruto, de vez en cuando, excelentes operarios.

Hablemos, pues, de los políticos, una profesión para la que debería reclamarse una formación filosófica de primer orden. Hace unos días, un político bilbaíno, mientras me mostraba su ciudad, me enseñó la facultad donde había estudiado filosofía. A continuación, se lamentó de que muchos de sus colegas carecieran de formación filosófica, de que apenas supieran distinguir "el terreno de lo material del de lo formal", y concluyó, como el fontanero, que sus estudios le habían sido de gran utilidad para la labor que ejercía. Pero... que la filosofía sea útil a los políticos tampoco debe de ser un argumento de peso, pues son precisamente ellos quienes, una vez más, en el anteproyecto de la LOE, pretenden arrinconar ese saber. ¿Pretenderán acaso arrinconarse a sí mismos? Parece un contrasentido, pero está en el aire de los tiempos que los políticos se vacíen de su mejor contenido (la intención de hacer política) para dedicarse solamente a gestionar consignas: la política en el mundo va por estos derroteros.

El anteproyecto, aparte de proponer una drástica reducción de horas de filosofía, sustituye buena parte de éstas por "Educación para la Ciudadanía", materia que suena a catecismo de consignas predigeridas para conseguir mentes acríticas. Yo, de mis amigos filósofos, no aprendí consignas. Aprendí, por ejemplo, a distinguir entre conocer y pensar. Aprendí que en nuestras sociedades altamente burocratizadas puede ejecutarse cualquier acción, por malvada que sea, con tal de organizarla debidamente a través de los canales administrativos rutinarios. Dos ejemplos que forman parte de sistemas de ideas sólidos, creados por mentes con nombres y apellidos de nuestra historia de la filosofía (Kant, Max Weber, Arendt...). Ideas que nunca podrían entenderse a través de manuales de consignas, que es lo que acaban siendo asignaturas como las que se proponen en el anteproyecto.

Así pues, si el anteproyecto prospera, se condena a los estudiantes que quieran dotarse de herramientas para pensar por sí mismos a andar por ahí buscando amigos filósofos. Y dadas las circunstancias, no les será fácil encontrarlos. Claro que siempre les quedarán los libros. Pero sin la luz que las mentes bien organizadas proyectan sobre ellos, a algunas cabezas poco dotadas para la abstracción, como la mía, les resultarán abstrusos. Entonces, aparecerán los tontiastutos de siempre (por utilizar un término ferlosiano) y harán atractivas reducciones. Pero tiempo después ya nadie entenderá la fuente original, y se harán reducciones de las reducciones, y así hasta que sólo quede una idea suelta que ya no entenderá nadie, porque las ideas que no se relacionan con otras están condenadas al fracaso. Ferlosio, como buen pensador, no sólo es un gran inventor de términos. También lo es de títulos. Convendría recordar una frase profética con la que tituló, en el 93, una recopilación de artículos: "Vendrán más años malos y nos harán más ciegos". ¿No sería hermoso que, por una vez, los gestores del saber, en lugar de pasarse por el forro las ideas por las que se premia a las mentes privilegiadas, decidieran hacer caso de ellas? Sería, además, de sentido común. (Y, sin embargo, tan raro).

Imma Monsó es escritora.

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