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Columna
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Samaria

LA HISTORIA es espantosamente sencilla: dos adolescentes coreanas actuales, todavía en edad escolar, deciden que una de ellas, la más bella, se prostituya para así lograr sufragar el coste del billete de ambas para un anhelado viaje por Europa. Ocurre que Jae-young, la prostituta ocasional sufre un fatal accidente al tratar de escapar del acoso policial, lo cual traumatiza a su amiga y cómplice Yeo-jin, de tal manera que decide frecuentar a todos los clientes de su compañera muerta y, tras hacer el amor, devolverles el dinero que ellos antes pagaron. Un sacrificio extremo, inexplicable sin haber vivido una crisis profunda en la edad, a su vez, más crítica. Tal es el argumento de la última película exhibida en España del cineasta coreano Kim Ki-Duk, titulada Samaria (2004), y exhibida con el título inglés Samaritan Girl.

Según el evangelio de san Juan, Jesús, encontrándose cierta vez junto a un pozo, mientras viajaba entre Judea y Galilea, en territorio samaritano, que los judíos ortodoxos trataban de evitar por considerar a su población idólatra, habló con una mujer de esta estirpe, que había ido allí a por agua. Ante el desconcierto de esta mujer le pidió, contra toda norma, un poco de agua, generándose a continuación entre ellos uno de los diálogos más hermosos y sorprendentes del Nuevo Testamento por cuanto fue a ella a quien, por primera vez, a pesar de ser samaritana y de llevar una vida licenciosa, Jesús le reveló no sólo que era el Mesías, sino que su misión salvadora concernía a todos los humanos por igual y, hay que decir, a tenor por lo allí expresado, que en especial a los pecadores, heréticos o no, todos finalmente desdichados: "Dios es Espíritu; y los que le adoran en espíritu y en verdad es necesario que adoren".

El padre de Yeo-jin, según el filme de Ki-Duk, es un todavía joven policía viudo, de confesión católica, que ha centrado su existencia en el amor por su hija, que considera un ángel, lo cual explica su patética contrariedad cuando descubre casualmente que ésta, no sabe por qué, se dedica a prostituirse. Es tal su sorpresa ante la evidencia sangrante de los hechos, que, tras sufrir una honda crisis, llega a matar a uno de los clientes de su hija, con la que, a continuación, realiza un viaje fuera de Seúl, llevándola, primero, frente a la tumba de su madre, pero después aproximándose a ella con tal amor que no necesitan confesarse mutuamente nada para comprender que comparten un mismo sacrificio.

¿Qué sentido puede tener esta historia cristiana narrada hoy por un director de un país de cultura budista, teñida además con los más inquietantes colores del desconcierto moral del hombre actual? Desde mi punto de vista, es una apelación extrema al poder salvador de la crisis existencial, la única posibilidad para la esperanza, que es afirmar la vida hasta el límite de lo imposible, la postulación trágica de que vivir es siempre volver a empezar, aunque sea bebiendo la purificadora agua de Samaria.

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