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Columna
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Perdón

Abro la puerta de mi portal para salir a mi calle. Antes de poner un pie fuera, asomo la cabeza, con mucha precaución ante la conciencia del riesgo de que me sea cercenada por el espejo retrovisor gigante de un camión o por el brazo articulado de un taladro-móvil, cuya presencia me consta acústicamente desde hace varias horas, y miro a ambos lados, por ver qué se me avecina y calibrar mis posibilidades reales de alcanzar la acera, es decir, de dar un paso. Por decirlo de forma optimista, tengo pocas, porque la acera ha desaparecido. O sea, ninguna. En su lugar, hay tierra gris, cascotes de enlosado, piedras de varias clases y tamaños, todas feas, y trocitos de cemento roto. Como las otras tres veces que en el último año desapareció mi acera.

Así que sujeto la puerta de mi portal con el hombro izquierdo, dado que no puedo bajar de los brazos a mi perrita Poca, pues es una chihuahua que pesa kilo y cuarto y lo que antes era una acera se ha convertido para ella en un circuito de cross serrano que puede dañar sus frágiles patitas, y estiro la pata yo misma, con sumo cuidado, tanteando el terreno con la punta de la alpargata hasta alcanzar unos centímetros de suelo que se me antojen lo suficientemente estables como para atreverme a posar toda la planta del pie, inclinar el peso de mi cuerpo sobre ese punto en el que he depositado mi absoluta aunque temeraria confianza, mientras sostengo aún la puerta del portal con la espalda, lo sé por el golpe en la contractura, y queda en el aire por un momento mi otra pierna, el tiempo justo para posarla también y completar un paso, que es la unidad mínima de progresión que conocemos con el simple nombre de andar o salir de casa. Se me ha descolgado el bolso hasta la altura del codo y trato de sostenerlo con la octava completa de mi mano mientras se me clava el anillo, aunque con la otra sigo manteniendo a Poca férreamente sujeta contra mi pecho, que es lo principal, y le susurro en tono infantil alguna palabra de aliento para que supere el pavor que le produce el estruendo de máquinas que llega de todas partes, confiando en que me oiga gracias al fino oído canino con el que la naturaleza la dotó mucho antes de conocer nuestro destino municipal.

A pesar de que el ruido se mete por cada poro de mi ser y retumba en mis entrañas, he de reconocer que siento la satisfacción propia del bípedo por haber logrado la vertical sin daños colaterales visibles, y por hallarme al fin fuera del portal. Perdón, digo entonces a una señora con carrito a la que veo altruistamente dudar entre arrollarme o ser arrollada, a su vez, por un repartidor de bebidas que, en el intento, también generoso, de no llevársela por delante se ha llevado una valla amarilla que nos separa de un socavón en la calzada de dimensiones sepulcrales. Perdón, dice el chaval; perdón, dice la señora. Y cada uno sigue, como puede, su pedregal. Pero, como la duda es contagiosa, yo ya dudo, con mi conciudadana, para dónde tirar a hacer mis recados imprescindibles, dado que la idea de un paseíto con Poca por el barrio se ha vuelto una quimera. Caprichos callejeros, los justos. A mi derecha, los cascotes, la valla amarilla, el camión; a mi izquierda, otros cascotes, otra valla amarilla, el taladro-móvil; al frente, el socavón; a mi espalda, el portal. Sigo aquí. Recuerdo que ambas calles inmediatamente perpendiculares a la mía también están levantadas, y las paralelas, arriba y abajo. Perdón, digo a un obrero que aparece a mi lado, puede decirme qué están haciendo con mi acera. Los bordillos más altos, dice, perdón, porque tiene que pasar con un saco de escombros y estamos ocupando, la chihuahua y yo, el espacio. Es que ya la levantaron hace dos meses, acierto a hacerme oír por sobre un estruendo como de demolición. Pero no sé si me ha oído. Perdón, oigo entonces a mi costado, y siento el leve roce de uno que quiere pasar haciendo equilibrios por entre los huecos de mi escombrera. Perdón, le digo, y giro el cuerpo tanto como lo permite la situación, para que él pase y yo no pierda la privilegiada vertical con base de unos pocos centímetros sobre el suelo de mi zona cero. Pero me tuerzo un pie. Poco, la verdad, y llego a lamentar que no fuera algo más grave, algo para indemnización. Porque el ser humano, desengañémonos, se pervierte en la adversidad. Así que, pervertida, decido volver sobre mi paso, abrir de nuevo el portal, empujar con el hombro, dar un saltito entre cascotes y esconderme en mi casa. Perdón, oigo entonces decir a Gallardón.

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