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LA POSGUERRA DE IRAK
Columna
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Los Estados 'agujeros negros'

Andrés Ortega

Dos semanas después del impresionante recibimiento a Bush en la plaza de la Libertad en Tbilisi, la matanza en la ciudad de Andiyán en Uzbekistán ha venido a poner una mancha de sangre en esa "revolución democrática global" en marcha de la que habló el presidente de EE UU en la capital georgiana. El presidente uzbeko, Islam Karímov, tiene poco que envidiar en cuanto a carácter despótico a Sadam Husein. Es de los que aseguraban que "intentos de desarrollar la democracia" sólo alentarían y ayudarían a los extremistas islamistas, como en su día Gromiko señalara que Occidente debería acabar estando agradecido a la URSS por invadir Afganistán y detener allí a los islamistas. Una rebelión, aunque islamista, también supone un despertar de un poder popular, en este caso no ya silenciado, sino masacrado. Ante lo ocurrido en Andiyán, han quedado de manifiesto distintas sensibilidades: la dura y clara condena británica y de la UE a lo ocurrido; la defensa por Condoleezza Rice desde el Departamento de Estado de que, contrariamente a lo que asegura Karímov, es necesario abrir esas sociedades para acabar con los extremismos; o el silencio del Pentágono que ve en Uzbekistán y su presidente una pieza clave en su estrategia militar. En tales contradicciones han caído, y siguen cayendo muchos Gobiernos; por ejemplo, con el apoyo a Teodoro Obiang en Guinea Ecuatorial con un entusiasmo proporcional al petróleo de este país cuya nueva riqueza queda en manos de unos pocos en un país pobre.

Hay movimientos de apertura, aunque desiguales, desde Ucrania a Líbano. ¿Gracias a Irak? En cierta forma. Bush ha debido percatarse de que es mucho más efectivo, y barato, impulsar la democracia y derribar Gobiernos en el mundo alentando movimientos populares, ayudando financieramente a la oposición y con emisiones de radio, televisión o Internet, que invadiendo países o atacándolos con misiles de crucero. Es lo que se puede estar preparando para después del 17 de junio, día de las elecciones presidenciales en Irán, ante una población frustrada tras la fallida experiencia reformista de Jatamí, y amordazada por un poder real al que nadie vota: el del gran ayatolá Jamenei y su Consejo de Guardianes. Occidente prefiere a Rafsanyani, que regresa, pues es más político, pragmático y tiene más peso. Pero habrá que ver si la ola de la revolución democrática global no resurge allí.

Amagar sin abrir, realmente puede acabar generando frustración y más extremismo, especialmente en ese mundo bloqueado que es el árabe. Como afirma el tercer Informe sobre el desarrollo humano en el mundo árabe (cuya publicación se demoró excesivamente, que ha pasado demasiado desapercibido, y que será presentado el miércoles en Madrid), la crisis de esas sociedades "ha aumentado, se ha hecho más profunda y compleja", y las reformas parciales ya no bastan. Hay que ir a reformas totales ante unos "Estados agujeros negros en los que los Ejecutivos convierten a su entorno social en un algo en el que nada se mueve y del que nada escapa".

Egipto es un tal agujero negro: un país sin petróleo pero con mucha gente (así se dividió Oriente Próximo, entre gente y petróleo, con la gran excepción, no árabe, de Irán), tercer receptor mundial de ayuda americana, cuyo régimen ha hecho un apertura ridícula para presentar como plurales las próximas elecciones presidenciales. Y mientras cambiaba las leyes, detenía a cientos de islamistas. ¿Pero agitarán europeos y americanos las aguas tras la esperada reelección de Mubarak (24 años en el cargo) o su sucesor predesignado? Al menos, en Washington se le ha pedido al primer ministro Ahmed Nazif que las reformas sean reales, y las elecciones, libres. Para ser auténtico, el impulso de las revoluciones de terciopelo, pana, naranjas, verdes, rosas o azules tienen que salir de dentro de las sociedades. Deben querer. Y si quieren, como en Cuba, hay que ayudarles a poder. A salir del agujero, negro en algún caso. Negrísimo en Uzbekistán. aortega@elpais.es

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