El caso del anarquista mentiroso
Simulacros
Como decía Andy Warhol, todo el mundo tiene derecho a sus quince minutos de gloria en la televisión, aunque sea desdeñando el buen gusto de los espectadores. Pero dedicar toda una vida, como ha hecho Enric Marco, a hacerse pasar por otra persona con un pasado de gloria a costa de la memoria de los deportados es patético más que despreciable. No sé qué término engloba, en psiquiatría, una engañifa así, pero me recordó el síndrome Zelig, según aquella película de Woody Allen donde el protagonista se convertía en personas distintas, más por ósmosis que por imitación. Es también ejemplar por su poder de fabulación, y algo tiene que ver con el fantástico mundo de los espías obligados a llevar varias vidas diferentes al mismo tiempo. Este señor no era un deportado, pero tal vez le apasionaba serlo hasta el punto de vivir como tal durante treinta años. Y sin fisuras. No es hazaña pequeña.
Por lo demás
Por lo demás, hay otra película, El ojo de la aguja, creo que se llamaba, donde un espléndido Donald Sutherland interpreta a un espía nazi instalado en las costas de Inglaterra en las jornadas álgidas de la segunda guerra mundial. Trabaja para los nazis, pero no puede evitar enamorarse de una joven inglesa solitaria, con la que convive, y a la que debe matar una vez que ella descubre su condición. Y sufre. La película no reivindica jamás una figura de esa clase, pero el espectador, por más que esté al cabo de la calle de la ocupación del protagonista, no puede evitar un cierto grado de identificación con un tipo que hace su terrible trabajo lo mejor que puede, y que sufre sus consecuencias como cualquiera que desarrolla una actividad de alto riesgo. La historia termina mal para el personaje, como es natural. Pero entre el principio y el final hay remansos que llaman a la piedad.
Y Fellini
¿Qué otra cosa que el juego del mentiroso es una película como Ocho y medio, donde Marcello Mastroiani hace de Guido, alter ego (detesto ese término, por sus indicaciones de prioridad) del propio Fellini? Un fabulador compulsivo, un director de cine en crisis que no es ya que no siempre dice la verdad sino que no la dice jamás, que engaña a sus actores, a su productor, a sus amigos, a su mujer, a su amante, a sus padres y a cuanto bicho viviente se le ponga por delante. Vargas Llosa hablaba de creatividad, en el artículo que dedicó en estas páginas al caso de Enric Marco. El propio Fellini casi nunca dijo la verdad acerca de sí mismo, más allá de la interminable inocencia de casi todas sus películas, pero lo hizo en nombre de una impostura que no causaba daño a nadie, un poco como el calamar que elude su presencia recurriendo al más contundente de los colores para escapar de los pelmazos.
Ahora, los políticos
Hay al menos una cosa en la que no mienten, o simulan, los políticos. Y es que jamás niegan su condición de tales, precisamente porque deben sus intervenciones públicas a la dedicación que los caracteriza. Pero tampoco todos dicen siempre la verdad, más allá de los secretos de Estado que deben ocultar los que padecen las duras tareas de gobierno. Por ejemplo, a uno (y a otros) le entra la risa cuando escucha afirmar a Eduardo Zaplana que está donde está debido a una irrefrenable vocación de servicio público, cuando tan útil -y tanto menos dañino- quedaría como conductor de autobús urbano. Es un gremio al que le resulta imposible negar el negocio al que se dedica, de manera que tienden a magnificarlo, ya sea en sede parlamentaria o en los pasillos donde se deciden los grandes pelotazos urbanísticos, y hasta llegan a creer, sobre todo los que carecen de auténtico poder de decisión, que el futuro de alguna cosa depende de la eficacia de su gestión, etcétera.
Y una reflexión
La fascinante experiencia del señor Enric Marco viene también a demostrar la escasa fiabilidad de tantos refranes populares, del tipo, un tanto insultante, del que asegura que "se coge antes a un mentiroso que a un cojo". Cierto que nadie puede hacer seriamente alardes de sinceridad, porque todo el mundo simula en alguna ocasión y porque sería insufrible para todos ir siempre con la verdad por delante en la vida de a diario. Es más, y más oportuno casi siempre, lo que se calla que lo que se dice. En Chinatown, con guión de Robert Towne, hay un breve pero fastuoso diálogo entre el detective que se ha colado en un área reservada y el policía que se extraña de verle allí: "¿Cómo has conseguido entrar?". "Te diré la verdad: mintiendo un poco". Más allá de su referencia a la paradoja clásica, es cierto se miente un poco para entrar en algún sitio. Y mucho más para permanecer.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.