Masacre en Uzbekistán
Aunque está por conocerse el horror completo de lo ocurrido en Uzbekistán hace una semana, es ya evidente que en la ex república soviética se ha producido uno de los peores casos de violencia cometidos en tiempo de paz contra civiles desarmados. Si el Gobierno del déspota Karímov habló inicialmente de algunas decenas de muertos, admite ya casi dos centenares, y el testimonio convergente de testigos, personal médico e informadores eleva al menos hasta 500, entre ellos mujeres y niños, el número de personas asesinadas indiscriminadamente por el Ejército uzbeko para reprimir la revuelta popular de Andiyán.
Mientras siguen apareciendo nuevas fosas con cadáveres, Karímov se ha opuesto a la demanda de Kofi Annan y a la exigencia de la UE de una investigación internacional. La postura del dictador uzbeko es que Occidente está dando crédito a las versiones de los "terroristas islamistas". Ésta es la muletilla que el régimen del antiguo jerarca comunista aplica a todos sus oponentes en un país petrificado política y económicamente, donde el extremismo islamista, especialmente activo en el este de Uzbekistán, suele ser manifestación desesperada frente a una insoportable pobreza y una represión brutal. Karímov parece dispuesto a todo para evitar ser el siguiente en la lista de líderes defenestrados en la región: sus tropas retomaban el jueves el control de otra ciudad fronteriza con Kirguizistán donde se han reproducido protestas similares a las de Andiyán, agravando el riesgo de exportar la inestabilidad al país vecino, que en marzo se liberó pacíficamente de su moderado dictador.
Bush, que hace unos días viajaba por otras repúblicas de la ex Unión Soviética bendiciendo los cambios democráticos encadenados, afronta un dilema. O apoya, en congruencia con su doctrina, a quienes se rebelan contra un régimen corrupto y brutal, o, por el contrario, mira hacia otro lado en aras de la colaboración militar que el presidente uzbeko le presta en su lucha contra el terrorismo islamista en Afganistán. Ninguna democracia puede a estas alturas permitirse el menor gesto de indulgencia o complicidad con personajes como Karímov.
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