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Horror y memoria

Se conmemora, esta primavera, el sesenta aniversario del final de la Segunda Guerra Mundial, y por lo tanto efemérides singulares como la liberación de los campos de concentración (Auschwitz, Mauthausen), el suicidio de Hitler o la caída de Berlín. Para los que nacimos en los felices 60, las atrocidades nazis, las cifras vertiginosas de muertos y la destrucción de Europa forman parte de una prehistoria a la vez fascinante y horrísona, un cuento largo que les sucedió a nuestros abuelos y forma parte de un fotograma en blanco y negro donde el fuego es gris y la muerte pasa con camisón largo. Es comprensible, en este sentido, que las polémicas relacionadas con la conmemoración tengan que ver con la manera en que la memoria haya de quedar fijada. ¿Qué debemos pensar de Hitler, por ejemplo (o, lo que es más importante, cómo debemos transmitir su figura a las nuevas generaciones)? En la película Der untergang (El hundimiento), de Olivier Hirschbiegel, estrenada hace poco con un gran sentido de la oportunidad, Hitler está interpretado por el actor suizo Bruno Ganz. Ganz lleva a cabo una caracterización sólida, versátil, sin conmiseración y -me atrevería a decir- con un punto de malicia. No veo por ningún lado la supuesta humanización del sanguinario cabo austríaco de la que han hablado algunos. Hitler era un hombre, hasta ahí nos podemos poner de acuerdo. Como ha escrito Javier Cercas -y hubiera corroborado Leonard Cohen-, basta con fijarse en sus manos: cinco dedos en cada una, ni más ni menos, exactamente como usted y como yo. Pero es el tipo abyecto, enloquecido, con ojos inyectados en sangre que se jacta de que los jóvenes alemanes tienen la obligación de morir por él y que levanta ejércitos imaginarios con los que seguiría matando si existieran más allá de su enfebrecida vesania.

Ese hombre, esa piltrafa vociferante finalmente escondido bajo tierra como una alimaña determinó el curso de la vida de decenas de millones de personas. Entre ellas, algunos de nuestros compatriotas encontraron la muerte o un sufrimiento indecible en el campo de Mauthausen. Es una historia bien conocida: son los apátridas que tuvieron que abandonar España tras la caída de la República y fueron capturados en otro país imposible -la Francia libre-, al que defendieron con generosidad heroica. Cuando escribo estas líneas, la noticia es que por primera vez un presidente de Gobierno español asistirá a la celebración del 60 aniversario de la liberación del campo. José Luis Rodríguez Zapatero ha decidido que el honor de un país lo representan también sus parias -o que quizá sólo ellos lo representen realmente- y ésa decisión le honra y le honrará siempre.

Y entonces pienso que mi amigo Agapito Martín, de Soneja, merecería haber podido participar en ese acto. La muerte le sorprendió hace unos años, sin embargo, y él, que resistió toda la guerra disputando en el campo la comida a los cerdos, sucumbió al fin víctima de un vulgar cáncer. En septiembre de 1998 publiqué en esta misma sección un artículo dedicado a Agapito (Más allá de Mauthausen). Siete años después, vuelven a estar presentes los 186 escalones de aquella fatídica escalera, los adoquines sueltos de la explanada ante los barracones, la botella de cerveza vacía con que me tropecé en la antesala de la cámara de gas. Si hay un monumento educativo en la historia de Europa son esos campos, cuya visita debería ser obligatoria para todo ciudadano decente.

Las efemérides, sin embargo, pueden utilizarse de diferente forma. En Rusia, por ejemplo, algunos descerebrados parece que quieren aprovechar la ocasión para rehabilitar la figura de Stalin, a quien atribuyen la victoria soviética sobre la Wermacht, obviando que la impericia y la obsesión criminal de este sujeto fue responsable de millones de muertos y prisioneros previos a la larga agonía hitleriana. Me extraña, en ese contexto, que aquí nadie haya aprovechado para recordar lo bueno que fue el Caudillo al evitar la participación española en la Guerra general (una idea gratis para Pedro J., Jiménez Losantos, Anson o quien quiera aprovecharla).

La Historia es una señora muy sufrida, cómo no, y tiene que aguantar lo que le echen. Da un poco de vértigo, no obstante, recordar que sólo dos generaciones nos separan de la última carnicería global, que el bienestar de este continente ilustrado y ahora pacífico se cimenta en un pasado muy cercano de locura colectiva, del asesinato como política y la destrucción total como estética y filosofía posible.

Podemos estar orgullosos de ser europeos si no nos olvidamos de que descendemos de la masacre. No borremos esas huellas. Ellas se identifican como nuestra más preciada seña de identidad.

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Joan Garí es escritor.

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