Crímenes urbanos
A Carlos Cambronero, ilustre cronista de Madrid que vivió y escribió a caballo de los siglos XIX y XX, le dedicaron en el callejero de la urbe que tanto investigó y divulgó una mínima y empinada plazoleta entre las calles del Pez y del Molino de Viento, un rectángulo que se vació tras la demolición de media manzana de casas y que alivia ligeramente las estrecheces viarias de este barrio con pocas y maltratadas zonas verdes, tráfico espeso y aparcamiento imposible.
Encajonada entre edificios de cuatro alturas, la plaza, más sombría que luminosa, goza de sus momentos estelares de sol, y cobijaba, desde hace unos treinta años y hasta hace unos días, media docena de árboles, más espigados que frondosos, crecidos en busca de la luz y especialmente queridos por los numerosos canes que la frecuentan en feliz promiscuidad, perros urbanos que nunca bajan a la calzada y parecen conocer a la perfección los límites de su confinamiento.
Mala noticia para los canes y para los vecinos, una cuadrilla municipal, o municipalizada, de leñadores del bosque, disfrazados de podadores de asfalto, ha segado de raíz una tercera parte del arbolado, en claro abuso de las funciones que tenían encomendadas. Luis, un vecino de la plaza, me hace ver que los tocones recién revelados rezuman savia, un flujo de vida, ahora sin sentido, que demuestra su vitalidad truncada. En el hueco del otro ejemplar sacrificado, otro vecino ha colocado una pancarta en la que el árbol se queja de su triste destino y sus defensores exigen explicaciones. "Habrá que hacer algo", dice Luis, pero tras unos minutos de cavilaciones y coloquios llegamos a la conclusión de que es mejor no meneallo, no llamar la atención de los arboricidas y sobre todo de sus patrocinadores, no sea que decidan acometer una nueva remodelación, deconstrucción, de tan sufrida superficie.
Sufrida y escarmentada, pero hospitalaria y cobijadora, pues en su escueto espacio caben un quiosco de prensa, varias cabinas telefónicas descapotables, un montón de jardineras de dos modelos diferentes con arbustos ornamentales a juego y la estatua pedestre de un ciudadano anónimo y broncíneo que apoya una carpeta sobre su rodilla y ocupa con su pie uno de los cubos de granito diseminados sobre la pendiente a modo de incómodos bancos individuales, destinados a impedir la promiscuidad de sus usuarios y el descanso, no del todo horizontal, de vagabundos y ebrios.
El paisaje habitual lo completa y alegra, sobre la acera de Pez, el tingladillo de Jero, florista ambulante y dicharachero afincado aquí hace 20 años, que cultiva la charla afable, el sentido del humor y un plantel de rozagantes y multicolores flores cortadas o en maceta. El enraizamiento del florista en su puesto quedó demostrado el otro día cuando una policía municipal con exceso de celo trató de incautarse con el alijo floral y desbaratar el puesto; la acción combinada de vecinos, comerciantes y viandantes de su clientela disuadió a la funcionaria, que terminó informando al atribulado vendedor de los trámites necesarios para continuar con su actividad, nada contaminante, sino todo lo contrario.
Este magro oasis en un territorio erizado de bolardos y nutrido de contenedores y andamios es frecuentado por residentes e itinerantes, sus inhóspitos cubos sirven de mesa y asiento para todo tipo de comensales, y alrededor de las falsas cabinas se reúnen puntualmente grupos de inmigrantes y pandillas de adolescentes, sin llegar al botellón multitudinario. Pero la plaza sigue siendo, ante todo, ágora y mentidero de vecinas y vecinos, punto de información local, gaceta oral de los sucesos consuetudinarios que acontecen en estas calles dejadas de la mano de Dios y de Gallardón. Últimamente abundan en este foro las protestas y los lamentos de vecinos que viven en régimen de alquiler y que están siendo expulsados por ávidas inmobiliarias, que presionan y a veces no dudan en llegar al amedrentamiento y el chantaje para desalojarlos y sustituirlos por prósperos propietarios de cubículos (estudios) de 30 metros cuadrados a precio de milla de oro. Otra poda salvaje que vacía pisos y sepulta en los contenedores históricos cascotes y memorables vivencias.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.